¿Qué es esto?

Un viaje a mis historias. Aquí hay tanto de mí como de todos los que se sientan parte. Hay de lo cotidiano a lo inusual. Hay solo historias que se cuentan con ganas.

sábado, 1 de agosto de 2009

Todos tus locos



«Si no comes toda tu comida voy a llamar al loco. Loooco, vennn… Loooco…» Todos hemos conocido esta atemorizante frase en la vida. Siempre me he preguntado: ¿y qué si mi madre iba y llamaba al famoso loco? Me imagino que el susodicho entraría en mi casa, saludaría a todos y de pronto me miraría y me diría: ¡Come, carajo! Como si en pleno susto mi apetito se activaría inmediatamente, más aún si era un loco pestilente y con el pelo pegoteado. No sé si aún las madres siguen usando esa misma amenaza para provocar el apetito de sus hijos, pero hoy me viene a la mente esa temor que guardamos en la vida los sanos contra los insanos, conviviendo en el mismo espacio y protagonizando cada uno su rol.

El loco que rescato del recuerdo más remoto es al que llamábamos Loco Fierro, que era algo así como el personaje mítico que vivía en el edificio de mi abuela. Cada vez que yo iba a pasar un fin de semana allí, era inevitable que todos los chibolos, como yo, hablaran de él: ¡Ahí viene el Loco Fierro, ahí viene el Loco Fierro!, decían, mientras corríamos a nuestras casas o nos quedábamos lo más lejos posible de su camino. Era un tipo alto, medio zambo, de mirada imperturbable, que sufría sus alteraciones mentales eventualmente. Por lo general, era callado, siempre pasaba con la canasta del mercado y vivía en el quinto piso, por lo que era inevitable que pasara siempre en frente de alguien. Le decían Fierro porque cada vez que salía a la calle tenía una vara de fierro en la mano y, cuando le venían sus ataques, se volvía agresivo con las personas sacando el fierro y agitándolo o golpeándolo contra el piso. De ahí el temor creado sobre él. El Loco Fierro murió cuando ya muchos de los entonces chibolos pasábamos los veintes.

La Loca Tilín era la loca más bizarra de todos. Era pequeña, encorvada, de cabellos largos y blancos. Vestía andrajos y andaba siempre descalza. Su peculiaridad era la recolección de cajas de cartón, cajas de madera –aquellas donde se coloca las frutas- que recolectaba de los mercados. Su rostro era siempre ensimismado en algún pensamiento indescifrable, quizá porque siempre actuaba como si estuviera cumpliendo una labor, como si tuviera que ir a algún lugar a depositar todo ese conglomerado de cajas y bolsas que cargaba. Ver a la Loca Tilín por las calles era ver todo ese montón de cosas balanceándose y andando sin rumbo de aquí para allá. Cuando se sentaba en la vereda, colocaba las cajas alrededor suyo, como si se atrincherara ante la sociedad de los sanos, de los que no estábamos locos, y desde ahí establecía su refugio, balbuceaba palabras perdidas que no decían nada y al final del día se sumergía en medio de algún desmonte de mercado.

Los locos calatos son de los más comunes, la expresión loco calato, incluso, significa en el acervo popular desastre, desorden y se usa para describir negativamente un suceso, una actitud o una persona. El Loco Huevo era de esos locos que te producían más risa que temor. Cada vez que aparecía en medio de la gente nuestras madres no sabían qué hacer. Huevo se aparecía con los genitales al viento y transitaba por los pasillos del mercado pidiendo propina a las sonrojadas amas de casa. Andaba completamente desnudo, sea cual fuere la estación del año. Era alto, delgado y sus cabellos ya estaban largos y pegosteados, cual dreads. Las reacciones eran cómicas: las madres nos tapaban los ojos, nos volteaban para no ver el espectáculo o le plantaban una mirada de indignación al pobre «calato insolente» que se paseaba bolas al aire. Su locura era la libertad y el despojo de todo. Retaba a los cuerdos con los huevos, y habría que tenerlos para ser todo un Loco Huevo.

Es común también que, ya de grandes, nos hayamos reído de un loco, hasta podríamos decir que es normal. Pero, lo que realmente te puede desestabilizar es que un loco se ría de ti. Es el caso el Loco Risas. Este demente tenía la capacidad de romper con el estereotipo del loco común. Se sentaba en la verma central de la avenida, en medio de los desperdicios de los que se alimentaba. Tenía el pelo más largo que el de Marley y se dedicaba a mirar a las personas y reírse de ellas, a veces señalándolas. Pocas veces vi al Loco Risas triste, serio o metido en sus pensamientos. Casi siempre que pasaba por su lado, el bendito loco me miraba, agudizaba la mirada fijamente y comenzaba a reír, mientras pronunciaba no sé qué palabras. A mis 16 años esa actitud me intimidaba, sentía como si este loco había logrado ver mi interior, por entre sus dreads, y sabía realmente de lo que se estaba burlando. Algunas veces, mientras conversábamos con los amigos del barrio, mencionábamos a este loco y muchos sentíamos lo mismo. Una vez, amaneció todo rapado, sin ese aspecto medusiano que lo enmarcaba. Entonces dejó de reír y solo miraba sin rumbo, comía algo y hablaba para sí. Fue extraño lo que le pasó. Cual Sansón que perdía su fuerza, el Loco Risas nunca más volvió a sonreír, pues un día desapareció de su lecho basural y se perdió en el recuerdo. Nadie sabe si se murió, o si se murió sin volver a reír. Quién sabe y siempre supo por qué se reía de cada uno de nosotros.

Dejo la última historia que recuerdo para el más atemorizante de todos, el loco que estúpidamente me asustaba más en las postrimerías de mi adolescencia: Paparulo. Era un negro de casi dos metros, caminaba siempre encorvado, como un orangután, con las manos largas que colgaban hacia atrás e inquieto. Su rostro era perturbado, la boca siempre abierta, con esa bemba babeante que se sacudía cuando giraba la cabeza de un lado a otro. Provisto solo de un pantalón viejo andaba siempre descalzo y arrastrando los pies. Paparulo nunca pasaba desapercibido cuando atravesaba las calles del barrio. Yo siempre le tuve un respeto a este loco y nunca supe por qué hasta temía cruzarme por su camino o separarme de mis amigos cuando él pasaba cerca. De día o de noche, Paparulo siempre pasaba por el barrio. Esa era su peculiaridad, pues de noche, cuando las sombras lo favorecían, aparecía arrastrándose y pidiendo plata, ocasionado el susto de las señoras de la cuadra. A mi mejor amigo de la infancia, siempre atento a mis temores, le encantaba decirme: «Ahí viene Paparulo», y se cagaba de la risa cuando yo me ponía rígido y no volteaba. Fiel a su costumbre, éste siempre se reía de mis miedos.

Hace tiempo que no veía locos en la calle y la última vez que vi uno me acordé de todos estos locos que han estado presente en la infancia. Creo que estos personajes nos veían del otro lado del espejo, sumidos en la insania y en ese mundo paralelo y oculto, detrás de la mirada perdida, inquieta y temerosa. ¿Cómo será ver el mundo desde la óptica de estos locos, a quienes nuestras madres usaban en nuestra contra para conminarnos a ser obedientes? Definitivamente, ¡qué loco!

martes, 5 de mayo de 2009

Carnavalescas


De todas las cosas que recuerdo de los carnavales en el barrio donde vivía se me viene a la mente algunas en particular. Y es que, junto con la patota del barrio, cada carnaval era impredecible. Lo único predecible era que esos domingos de febrero yo estaba confinado a quedarme en casa, o bien salir temprano en la mañana o bien regresar tarde en la noche. No me gustaba mucho jugar carnavales. Y no por temor a ser mojado. Sino por el temor de no saber con qué te iban a mojar, en dónde te iban a meter o con qué te iban a untar en la cara. Pero, a la vez, había una suerte de morbo por jugar con agua y lo que fuese. Todos sabíamos que por la noche, cuando las veredas aún mojadas y manchadas de pintura comenzaran a secarse, nos reuniríamos para comentar lo que había pasado, cómo habíamos jugado y quiénes habían sido el hazme reír del día.

Los carnavales eran particulares tanto en mi barrio, como en el edificio donde vivía mi abuela, donde la mancha mojaba no solo a la gente que jugaba con ellos, sino que, en el aburrimiento de estar situados en una zona donde no transitaba mucha gente, terminaban mojando a los locos calatos o al unísono de: ¡A las cholaaaaaaaaas! persiguiendo a las domésticas que, en su domingo libre, salían a pasear de taquito, faldita en tubo y blusita blanca con bobo. Era una persecución que tomaba su tiempo, pues ellas, al darse cuenta de su vulnerabilidad ante la mancha impía, se sacaban sus zapatos y corrían desesperadamente. Paro de contar, pues las pobres acababan en el suelo, sin taquito, con la falda tubo convertida en minifalda y la blusita blanca con estampados primaverales de pintura colores y betún. Una salvajada.

Pero, volviendo a mi barrio, algunas veces, a los chibolos, nos gustaba jugar a lo que llamábamos Fusilamiento. Se trataba de nada menos que un paredón al cual condenábamos a «la regida» a un miembro del grupo, mientras el resto aguardaba con sus baldes de agua en frente con los típicos globos rellenos de agua. El condenado o la condenada pasaba al frente, daba la espalda a la pared y miraba hacia el ejército de disparadores, quienes a la voz de tres lanzábamos los globos, el agua e incluso el balde mismo, mientras el condenado se convertía en víctima del cruel lanzamiento y todos reíamos. Era lo más inocente y, por así decirlo, monse, que jugábamos bajo la atenta mirada de nuestros padres desde las ventanas. Sin embargo, había transgresiones a la regla y nuestro intento de ser más primitivos afloraba inevitablemente.

En la cuadra, cada casa tenía en frente un jardín. Algunas otras no habían aprovechado este espacio y lo habían dejado como hueco. Cada febrero, éstos se convertían en los temidos pozos, donde una mezcla maligna de agua, barro, hojas secas, pintura y, hasta decían, meada de borracho, era el lugar donde confluían nuestros miedos adolescentes. Era una tradición, los grandes lo usaban y lo continuaban usando, pues era habitual que, en la tranquilidad de la tarde, se escucharan gritos y de pronto una procesión de cuerpos pintarrajeados sacara de una de las casas en hombros a alguna víctima, para dejarla caer en esa empozada de marranos, mientras celebraba con saltos la hazaña. Ese pozo era usado por todas las generaciones. Era una costumbre perversa con la que nosotros gozábamos también. Incluso mi hermana (aquella de la historia de El Tenedor) fue presa de uno de esos raptos por parte de la mancha del barrio y, lo que es peor, que en ese preciso instante pasaran en un auto unos reporteros gráficos de uno de los diarios más populares de los 80’s. Al día siguiente, la foto de mi hermanita cogida de sus extremidades, tipo Túpac Amaru, y a punto de ser lanzada a un pozo, era parte de la primera plana del diario con el titular «Carnaval en el barrio: así jugaron los limeños el último carnval».¡Qué roche!

Pocas veces pudieron meterme en ese pozo. Pero mala suerte fue cuando en un solo día lograron meterme tres veces. Y lo peor fue que las tres veces entraba a casa, me bañaba, me cambiaba, salía y ya tenía a la mancha viniendo a por mí. No los culpo, yo también era jodido con todos. Era su venganza.

Pero, sin duda, nuestro juego malévolo por excelencia era salir a la avenida y mojar a los microbuses, autos y demás motorizados. Era la felicidad mayor conseguir atinarle a una ventana abierta, introducir la mayor cantidad de globos y chorros de agua y mojar a los pasajeros. Con el tiempo, el juego se iba perfeccionando, nos escondíamos en las esquinas y alguien nos avisaba cuándo era el momento ideal para que, cuando el microbús parase a dejar y recoger pasajeros, nosotros apareciéramos por asalto y, aprovechando las puertas abiertas, nos regocijáramos en el más cruel y pendenciero acto de mojar a la gente sin importar nada más que la satisfacción de ver alejarse el micro y a la gente refunfuñando, mientras saltábamos en «hurras» celebrando. Luego volvíamos al barrio, cargábamos los baldes de agua y globos y caminábamos dos cuadras para volver a encontrar otro micro que mojar en el paradero. Y así la pasábamos toda la tarde. Una y otra vez, aquella manchita compuesta por 10 mocosos de 10, 12 y 14 años, entre hombres y mujeres, incluyendo mascotas de 8 años, iba y venia como una tropa de ataque, una pandilla de figuras y colores disímiles pero con la idea clara de divertirse a costa de una «mojadita perversa».

Recuerdo particularmente una de aquellas tardes en que aquel juego se tornó diferente. Aquella vez, a alguien se le ocurrió una idea siniestra: «Oigan, ya aburre el agua, vamos a echarle algo más». Y como si todos hubieran estado pensando en lo mismo, nos miramos unos a otros y dijimos sí. Otro añadió algo más siniestro aún: «Vamos al mercado, ahí hay algo más para recoger y le metemos, pe». La pintura era fácil de conseguir. Era solo cuestión de mojarse las manos y frotarlas en las paredes de las casonas de la avenida (cuya pintura sobre el yeso de sus paredes se deshacía al contacto con el agua), luego sumergir las manos en los baldes y el agua tomaba color. Entonces fuimos al mercado, recolectamos residuos de los verduleros y de los carniceros: todo aquello que se pueda imaginar, con el respectivo olor que una tripa, un tomate impensablemente usado, un huevo podrido, una verdura marchita podrían emanar. Y todo eso iba a los baldes. El arsenal estaba listo entonces, los baldes llenos y las tapas selladas para evitar ser descubiertos.

En los ochentas, los microbuses no eran tan diferentes a los de ahora, pero en ese entonces existían muchos más que los de ahora (pues hoy son menos en comparación a las combis y custers). Las conocidas enatrus eran las más modernas, las más fichas, para la época, y las más dignas para el viaje colectivo. Pero también eran las más difíciles de mojar, pues sus herméticas ventanas siempre estaban cerradas y contaban con ventilación en el techo que hacía dificultoso mojar por arriba a los pasajeros, además de unas puertas hidráulicamente manejadas que se cerraban rápidamente luego que el pasajero bajara. Eran grandes, espaciosas y cuando pasaban ante nuestros ojos las veíamos inalcanzables, impermeables y percibíamos a sus pasajeros felices y seguros. Todos querían viajar en enatru un domingo, porque iban rápido, no paraban en cualquier esquina y por ende, era fácil ver una siempre repleta de pasajeros.

Pero aquella tarde, el destino jugó a nuestro favor. Luego de mucho rato de estar sentados sobre nuestros baldes, y ya casi desanimados y frustrados por todo lo que significaba haber preparado ese arsenal macabro, una enatru apareció y paró en nuestra esquina, en nuestro territorio. Sus puertas traseras se abrieron para que bajasen unos cuantos pasajeros, mientras la puerta delantera se abría para dejar subir a otro grupo de personas, quienes demoraban un poco el avance del ómnibus, pues el chofer cobraba el pasaje a la entrada, lo que le demandaba tiempo en entregar el vuelto. Entonces nos miramos todos y el líder del grupo, a quien llamábamos Zambo, y era el mayor, lanzó un aguerrido y ensordecedor: ¡Yyyyaaaaaaa! que todos secundamos en coro, como en los episodios épicos de las series de televisión que veíamos entonces. Lo que sigue lo recuerdo pasar lentamente: la turba de 10 mocosos, incluyendo mascotita, cogiendo sus baldes, los pasajeros de la parte trasera dándose cuenta de su vulnerabilidad y gritando que cierren la puerta de atrás mientras se paraban de sus asientos y se arremolinaban hacia la parte de adelante empujándose entre sí con rostros de espanto (llevaban ropas dominicales, de esas que se usaban para ir a visitar a la familia y regresar por la noche), y entonces nosotros, corriendo hacia la puerta, los pasajeros que bajaban corrían de la escena y de pronto nuestros baldes lanzaban sus contenidos putrefactos junto a ese líquido que para entonces se había tornado de un color indescriptible y un aroma fétido. Las tripas de pollo volaban entre las cabezas de las personas, las cáscaras de huevo caían sobre los peinados ochenteros de las señoras y las verduras marchitas saltaban por los aires. De pronto la puerta se cerraba y, como si fuera un tren que escapaba del convoy de indios del lejano oeste, la enatru se marchaba raudamente, mientras baldes vacíos en alto saltábamos y vitoreábamos nuestra hazaña. Habíamos cumplido nuestro cometido y qué mejor que con una enatru.

No habíamos salido de nuestra celebración y orgullo, cuando una mujer adulta, de unos 45 años, más o menos, se nos acercó muy educadamente y visiblemente preocupada. – Jóvenes, ustedes han estado mojando a una enatru mientras mi hijo y yo bajábamos de ella. Nos miramos y nos dio miedo decir que sí. Entonces Zambo salió al frente y dijo: «sí, señora ¿Qué pasó?» Y la mujer: «es que mi hijito se me ha perdido en medio de la confusión y quería saber si lo habían visto». El rostro de Zambo denotaba cierto miedo y el de nosotros un susto mayor al que te produce el haber roto el adorno de tu sala jugando con la pelota. Una de las chicas del grupo intervino: «Pero, señora, nosotros no vimos a su hijito entre la gente, al único niño que vimos fue a este (y cogió a nuestra mascotita)». Y la mujer acentuaba más la pena en su rostro y decía: «Ay, es que ya me he paseado por las cuatro esquinas buscando a mi hijito y no lo veo, veníamos a visitar a sus abuelitos y no lo veo». Entonces, otra de las chicas del grupo preguntó sabiamente: «Señora ¿y qué edad tiene su hijito? Y ella respondió: 17 años». «¡Ayyyyyy, señora! ¡Nosotros pensábamos que era un niño de 8 años!» Cogimos nuestros baldes y nos dimos media vuelta, cuando vimos a una anciana que venía con un muchacho más alto que el más alto de nosotros. Era el susodicho que se había pasado de frente a casa de sus abuelos. Regresábamos a nuestras casas riéndonos de toda esa tarde, de la enatru que vencimos y del hijito perdido, cuando una turba de otro barrio nos agarró por asalto, nos embadurnaron en betún y pintura, y se robaron nuestros baldes. Volvimos al barrio desarmados y agotados. Por la noche, cuando los mayores salían a buscar presas con sus matacholas, nosotros nos sentamos al filo de la vereda y empezamos a comentar La hazaña de la enatru, que fue conocida por muchos carnavales más, pero que no volvimos a repetir, Dios sabe por qué.

Irónicamente, hoy recuerdo esto cuando detesto los carnavales y detesto que me mojen en los micros. Sé que algún día pagaré por haber formado parte de la historia asquerosa de aquella tarde. De hecho, ya de viejo, me ha venido a pasar cada cosa en carnavales que, claramente, podrían ser las cuotas que ando pagando. Pero eso ya es parte de otra historia por contar.