Como en toda ciudad capital (aún con sus limitaciones de horario), en Lima puedes encontrar siempre un rincón dónde comenzar o acabar la noche en un fin de semana. Con J solíamos salir en nuestras noches de solteros, de postrimerías de los 20’s, embarcados en su cómplice Volkswagen Jetta concho de vino y nos deslizábamos en las noches barranquinas que, por lo general, acababan en El Dragón.
Y así era desde antes, desde que El Dragón era aquella vetusta casa de compartimientos cómplices, donde te podías pedir un trago, bailar perdido en las sombras, poguear en medio de un concierto hardcore, leer las siluetas cimbreantes de los miércoles de electrónica, cruzarte a medio mundo de tu facultad, amigos en común, bohemios, los llamados «culturosos», poseritos poetas, «chiquiviejos»; una fauna caracterizada por la incansable ansia de juerguear y un lúdico espíritu de compartir vicios y pasiones.
Para el 2005, fuimos a conocer el renovado Dragón. Aquel que comenzaba a seguir la onda lounge, reemplazaba sus estructuras de típica casona barranquina por un único y amplio espacio, sus sillones viejos y cómodos por asientos de noveles designers y su barra se desplegaba como un altar de rojizas y afrodisíacas tonalidades.
La historia de aquella noche se empezaba a escribir: la gente de nuestro grupo estaba en otra y no era tan probable que nos encontráramos. Esa noche sería de cacería, entonces. Empezamos a embriagarnos con chelas en la barra. La música ponía, el lugar reventaba. El Dragón seguía vivo después de todo. Cual ave fénix resurgía de sus cenizas y se reinventaba.
Y las mujeres, algunas solas (las menos agraciadas, como ocurre en la mayoría de los casos). Las otras, desde las menos feas hasta las ricotontas, estaban en grupo o con pareja. Cagaos. Como suele pasar en esos casos, te pones a hablar con tu pata de cualquier vaina, desde el culo de las flacas hasta el porqué se suicidan los genios, pasando por un empírico análisis de la economía nacional. A ver si por ahí una incauta de reojo se sople parte de la conversa y diga: «uhmm, interesante», y te sonría mientras le traen su trago. Click.
Yo había dejado de beber alcohol un poco más de dos meses, por prescripción. Entonces, la chela de esa noche comenzaba a agarrar rápido y ya la lengua se me iba adormeciendo, casi un par de horas después. «Oe, ya me jalo. Estoy hecho, man. Ya fue para mí», le dije a J. Iba a dejar a quien siempre que bebía manejaba tan bien como cuando estaba sobrio, pese a lo distante que quedaba su casa. Y ante su insistencia me quedé un rato más y me fui al baño de nuevo.
De regreso, tenía la siguiente escena frente a mí: el gran J, infalible en el arte, había hecho contacto. Dos flacas lo rodeaban. Y yo que regresaba dispuesto a irme dentro de poco. Cambié de planes, saqué fuerzas de literal flaqueza y me fui de frente a la barra: «un vaso de agua con harto hielo, por favor».
Entré al ruedo con una sonrisa y vaso en mano. Hola, dije seguro. J no dudó en presentarme: «Hey, él es Kris, mi profesor de portugués. Es de Brasil».
En todo el tiempo que hemos hecho locuras con J jamás se me había ocurrido una como esa. Ellas me miraron con brillo amable en los ojos y dijeron: «¿ah sí? Hola, Kris. Viva Brasil, O mais grande do mundo [sic] ¿Eres de Brasil? ¿De qué parte?» Y yo, «Sim, eu sou de São Paulo». La complicidad con J ya estaba hecha. De ahí en adelante a continuar con el juego. Total, nadie sabría de nadie al día siguiente. Al menos eso creía.
Yo conocía del idioma por varias razones, entre familiares y laborales. Pero nunca lo había perfeccionado. Con J estábamos aún en planes de estudiarlo seriamente. Y del Brasil solo había conocido un par de ciudades de la frontera con Perú y Colombia. Aún no conocía São Paulo (o Sampa, como le llaman los paulistas). Daba, de alguna manera, para poder falar um pouco y hacerla linda esa noche.
Las recuerdo bien. Y(la inicial de su nombre) era una arequipeña simpática, atractiva, de buen porte, con una mirada de adolescente a la que todo lo que decías parecía interesarle sobremanera. Tenía una sonrisa sincera y amable en todo sentido. La otra, a ver, cómo explicarlo. Era menos agraciada que Y. Vamos a llamarla Jo, pues no recuerdo su nombre.
Esa noche tuve que invocar mis adormecidas cualidades histriónicas para construir perfectamente mi personaje. Tenía que estructurar un portugués que rayara en un portunhol perfecto, cuyos errores no los percibirían por cuanto quedaba justificado en mi intención de hablar algo de español. No debía bailar salsa, no debía hablar jergas y debía hacerme el cojudo cuando las escuchara en medio de la conversa, poner cara de asterisco y esperar que me digan qué significaba. Ambas, por supuesto, siempre atentas, reían cuando eso pasaba y me explicaban la idea. Incluso hasta gesticulaban, pues yo «no entendía». A J le costaba demasiado aguantar la carcajada ante tal cuadro y yo ya tenía evaporado medio alcohol del cuerpo con tanto ejercicio actoral. No pasó por mi mente –e imagino que por la de J tampoco- acabar con esa farsa en aquel momento. Hubiera estropeado todo.
Era evidente que J y Y habían conectado a la perfección y la estaba pasando mejor que yo. Jo se había adherido a mí con gran y sospechosa amabilidad. Preguntaba, repreguntaba. ¿Cómo es São Paulo? ¿Cómo es la vida allá? ¿Qué tal la comida peruana? ¿Te gusta? ¿Dónde vives? ¿Qué estudiaste? ¿Cómo así decidiste venir al Perú? Y yo respondiendo en ese portunhol que ya me estaba aburriendo, pero que disfrutaba por lo intenso y cómico del episodio aquel. Me la jalaba a bailar cuando la cosa se ponía complicada ¡Vamos dançar!, le decía.
J estaba feliz. Yo volvía a seguir libando, esta vez ya no era el vaso de agua con hielo que parecía vodka. Era un whisky que me ponía, como siempre, alegre. Luego de varios efluvios y conexiones, salimos de El Dragón hacia Matelini en el cómplice Volkswagen de J a dejar a las meninas. Antes, paramos a seguir bebiendo en el malecón Pérez Roca con el cielo ya clareando. No había baño y yo a punto de convertirme en uno de los perros -que ya pasaban acompañando a sus dueños a hacer footing- y levantar la patita bajo una palmera. Bueno, no levanté la patita para mear, pero confesaré que fue de las pocas veces que infrinjo la norma cívica y de buenas costumbres. Lo hice en el acantilado.
Dentro del auto la conversa iba entretenidísima. Sin embargo, pese al contacto exitoso, a J le costaba un poco dar el salto con Y. Ellos en el asiento delantero y yo con Jo en el trasero. Por el espejo retrovisor J y yo lanzábamos uno que otro mensaje que entre hombres nos manejamos ante la situación. Como yo andaba nuevamente ebrio empecé a hablar cada vez menos con Jo. De pronto J dejó de ver nuestra amena conversa por el retrovisor y al voltear se encontró con que su mejor amigo estaba agarrándose a la menos agraciada Jo. La escena la podría describir mejor el gran J –quién sabe y se anime a dejarme un comentario-.
Ya en la casa de Y, dejamos a ambas. «Obrigado, tchauzinho, valeu», les dije. Cerraron la puerta, arrancamos e inmediatamente explotamos en carcajadas con J. «Estás loco huevón», me decía. Y yo, «¿quién te manda a meterme en esta huevada?». No parábamos de reír. Obviamente, quién había pedido teléfono y correo esa noche era el doctore J. Yo no pensaba volver a verle las caras. Sobrio no continuaría con esa maquiavélica idea. Una semana después, me tragaría esa suposición.
J había estado en conversas con Y y ella había decidido invitarlo a una parrilla de amigos en su casa. «Trae a tu amigo brasileño», le dijo. Y claro, J, que disfrutaba la idea de decírmelo, me lo dijo: «¡Vamos!, va a estar Jo, quiere verte». Y yo, «no pasa nada, ni loco».
Llegamos a la casa de Y y había regular cantidad de personas. Me presentaron y fue inevitable ese cariño que siempre tienen los peruanos con los brasileños. Yo sentía que la mentira iba creciendo sin control, mucho más aún cuando Y me presentó a su primo. Mi pesadilla de la noche. «Kris, él es mi primo, ha viajado varias veces a São Paulo».
Lo que me faltaba ¿no? Bueno, mis conocimientos del Brasil cosmopolita se los debía entonces a grandes amigos que hice por Internet y por mi fanatismo por ese bendito país y su cultura. Tuve que sortear una y muchas de sus preguntas y comentarios esa noche. Hasta la forma de hacer parrilla a la paulista y nombres de bares, de tragos y comidas. Mi especialidad era la música y siempre que podía llevaba los diálogos a esos puertos. Por ahí, recuerdo, apareció un animador fantástico de un programa famoso en la tele de principios de los 90’s. Menos mal que no hablaba mucho.
Cuando podía me acercaba a J y le decía que me quería ir de ahí o en todo caso decirle la verdad a Y. Pero ya era tarde para eso.
La parrilla fue entretenida. Jo se mantuvo toda esa noche muy cerca, casi pegada a mí. Pero conmigo no iba más allá de su aspecto de buena gente. Esa noche comenzó el romance entre J e Y. Una insufrible historia que después, inevitablemente, acabara.
Hay mentiras que duran años porque los contextos confabulan para ello. Yo, sin embargo, estaba decidido a no continuar más con aquella. A pesar que volvimos a salir los cuatro, en un par de ocasiones más, decidí no hacerme ver por un tiempo. Luego, una noche en que salimos con J e Y, le dijimos la verdad. Ella, tan linda como la primera noche, quedó sorprendida cuando le conté todo en perfecto español limeño, me manoteó con insultos y acabamos arrastrándonos de la risa. Ya para entonces había un lazo amical que nos unía. De Jo no supe nunca más y fue mejor.
Para mí, aquella noche en El Dragón, fue una total ironía a una famosa canción ochentera: no me resfrié en Brasil y de nadie me enamoré.
Es curioso cómo decidí escribir esta historia de comedia brasileña. La recordé justamente estos días en que recibí mi CELPE-BRAS, el certificado de suficiencia y dominio en el idioma de Jorge Amado, Glauber Rocha, Xuxa, Giselle Bündchen, Ivete Sangalo (atendiendo el comentario reclamón de mi amigo D) y Pelé, otorgado por el gobierno del Brasil. Algo que finalmente anhelaba.
7 comentarios:
oeee en esa ultima parte te falto la infaltable, IVETE SANGALO Q MAL AH jeje muy buen relato
jaja divertido, la cosa era q te cases y seas feliz con JO
Esos antros de Barranco si que pueden originar cualquier cantidad de historias, desde las más banales hasta las más trascendentales, depende de cómo las cuentes! siglos que no caigo por Dragón, kris, aunque confienso que en el Sargento he pasado por situaciones casi similares a la de tu relato, inventando historias y lugares.. aunque, creo que tu te sobrepasaste ya! ajaja.. sigue escribiendo!!!!
atte
emilio
que tremendoooo!!!!!
ya sabia que habia pasta para el buen humor y exelente tinta para escribir... pero mira que sorpresa, a manera de plus, dotes para la actuacion.... jajajajjajaaja
tremenda historia Kristian, no sabes como me he divertido....
vamos que estoy seguro muchos esperamos una historia mas de este lado de la "blogosfera"...
un gran abrazo....Marcelo
Genial mi querido Kris!! este post me ha gustado mas q los anteriores. aunque como ya te lo mencioné aun hay algunas frases dodne demuestras tus poses!! pero bueno es tu estilacho... x otro lado mis felicitaciones por el celpe - bras !!! sigue asi!! y espero leer mas historias como esta.. un beso gigante mi querido kris
Kat !!!
pdta: q se agarre cisnerossssssssss porque eres el proximoooooooooo mounstruo de los blogss jajaaa!
El Dragon, siempre uno sale con algo que contar... sea anecdotico o frustrante... yo he disfrutado del launge, los conciertos de funk, amen en sus pininos... un exito tu relato...
buen post =)
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