Lima, el río Rímac y el Cerro San Cristóbal en foto de fines del S. XIX.
A Canchita
Para quien vive en Lima, ciudad costera que se extiende entre 50 y 100 metros sobre el nivel del mar, subir a sus cerros puede significar una actividad menos arriesgada hoy en día, donde muchísimas familias viven desafiando la altura y la actividad sísmica propia de la capital. Hay miradores instalados en diferentes puntos, desde donde se puede ver la nueva configuración de una ciudad que va creciendo sobre sus antiguos edificios, dibujando diferentes siluetas en el ocaso.
Quienes crecimos en la época más plana de la Lima moderna, nos
conformábamos con ver cómo esos cerros grises, estériles, eran solo parte del
paisaje capitalino. Treparlos y, con suerte, llegar a sus cumbres, era
simplemente una actividad propia de exploradores o de tempranos aventureros. Sin
embargo, cuando nos dimos cuenta, Lima ya vivía en ellos, producto de la
explosión demográfica tras la migración a la ciudad en los años 50. Algunos de
ellos, incluso, estaban totalmente cubiertos, desde sus faldas hasta sus
cumbres, por casas de uno, dos, tres y hasta cinco pisos. Proeza frente a la
necesidad de encontrar un espacio en medio de la marginalidad.
Salir a tu ventana y ver aquellos cerros llenos de multicolores viviendas,
te hacía pensar en cómo se veía Lima desde arriba, desde esa precariedad, mucho
más alto que cualquier edificio mal llamado rascacielos, con solo 20 o 30
pisos, ubicado en el Centro o en Miraflores y, particularmente, sumidos en esa
pobreza emergente que te saltaba a la vista.
El Cerro San Cristóbal en el siglo XXI
Ya en manos de nuestros instructores tuvimos que soplarnos las benditas
“marchas de campaña” en cada aniversario del colegio. Si no era hacia el Morro
Solar, al pie del Océano Pacífico, era hacia el bendito Cerro San Cristóbal, a
pocos minutos del centro histórico. Efectivamente, las marchas de campaña eran
eso, marchas donde íbamos en filas cantando por las calles esos sonsonetes que glorifican
la marcialidad, la virilidad, el patriotismo en el más claro derroche de
testosterona: “todos los hombres tienen en el pecho la alegría/ y dos cuartas
más abajo el cañón de artillería/ todas las mujeres tienen en el pecho dos
limones/ y dos cuartas más abajo la cueva de los leones”.
Para aquel octubre de 1989, nos tocó ir al cerro San Cristóbal, ese inmenso
promontorio y apu protector de Lima, con una cruz que coronaba su cima y que de
noche se iluminaba. En sus faldas, el otrora primer barrio marginal de un cerro
hacia los años 20, Santa Leticia, era un conglomerado de casas de todos los
materiales que lo vestía en sus casi 360 grados. Llegar a su cima era el
objetivo de nuestra primera marcha de campaña. Así que nos reunimos en el
mítico Paseo de Aguas de La Perricholi, a los pies del cerro. La marcha comenzó
cuesta arriba entre cánticos, vivas, la mirada extrañada de los pobladores. Yo
me preguntaba si esa extrañeza era por nuestra presencia o porque simplemente
no estábamos tomando el camino que normalmente tomaban los peregrinos que
subían a la cruz de la cumbre.
Foto anónima
Integrábamos el grupo un promedio de 100 alumnos de secundaria y comandado
por el auxiliar y el teniente del Ejército Peruano, a quien llamábamos “instructor”.
No sé qué idea teníamos nosotros, los directivos del colegio o el mismo
instructor pre militar. Pero el camino que habíamos tomado no era el correcto
de ninguna forma. Literalmente estábamos trepando el cerro, más que realizando
una “marcha de campaña”. Subir entre piedras impulsándote y tratando de
aprovechar espacios en la pendiente no tan amigable del San Cristóbal no era
nada seguro. Y todo por la terquedad de quienes nos dirigían. Hubiera sido
mejor seguir subiendo por el camino que va bordeando el cerro y cantando los
estúpidos sonsonetes que trepar con el riesgo de cualquier accidente, pues
nadie iba detrás de nosotros, menos aun un personal médico o de primeros
auxilios. Así era siempre. Lo que pasaría en la cima un rato después confirmaría
esta descripción.
Con el sol de las 11 a.m. que disuelve esa neblina de Lima y se hace
insoportable, el sudor chorreándose en esas caras renegridas de tierra, íbamos
subiendo. Un grupo de alumnos de 1ero de secundaria entró en pánico por el
vértigo y algunos retrocedimos para
avanzar con ellos y subirlos con el grupo. En verdad, aquella escena era
tragicómica, pues mientras algunos reían y otros se la daban de grandes
exploradores, no advertían las miradas de horror de quienes estaban detrás, al
final, casi abandonados a su suerte aferrados a una piedra y mirando con pavor
el espectáculo de los autos pasando como bichos en las pistas a cientos de
metros abajo, formando parte del sonido de la ciudad un sábado por la mañana.
No animaba tampoco saber que si querías escapar de esa locura tenías que
atravesar uno de los barrios más peligrosos del Rímac, con sus recovecos y
callejuelas sin dirección.
Llegamos a la cima, una hora y media después del inicio del recorrido. 400
metros abajo, Lima nos mostraba su lado más feo: sus techos tan mudos, llenos
de basura, abismo todo lado, una cruz de cemento llena de focos, velas y
flores, una casa abandonada, tierra y polvo. De pronto comencé a sentirlo todo.
La cabeza me zumbaba, escuchaba las voces del profesor de historia hablando
sobre Lima, el cerro y la cruz. Hasta que rompí filas y me metí en aquella
casucha a vomitar la vida entera. Vomité y vomité sin conseguir mejorarme de
ese vértigo que me hacía explotar la cabeza de mareos y lo peor es que ni a mil
metros de altura me encontraba. Ni si quiera los niños a quienes auxiliamos en
la subida estaban peor que yo para entonces.
Vista desde la cumbre del cerro hacia San Juan de Lurigancho
Intenté salir y ponerme a la fila de nuevo cuando nos hicieron pasar por la
casa abandonada. Yo escuchaba a la gente diciendo: “Mire, profe, han vomitado
aquí”, y el profesor diciendo: “sí, debe haber sido algún borracho del pueblo
joven que subió”. Trataba de contenerme, hasta que no aguanté más y vomité
sobre mi compañero que me daba la espalda. Pablo Diaz era uno de los mejores
amigos que te gustaría tener el colegio. Con amplia correa, nunca se molestaba
con nadie y nadie lo molestaba en mala onda. Su cabello crespo le hizo ganar el
mote de “Canchita”, con el que lo llamábamos de acá para allá. Esa mañana vomité
sobre Canchita con la pena de quien le mete cabe a su propio hermano en una
pichanga. Nunca supe de dónde salía tanto vómito ese día, pero su mochila,
cuello y hasta zapatos quedaron bañados en el vómito del flacuchento al que
inexplicablemente le dio vértigo en el Cerro San Cristóbal. Ese era yo,
acabando con la solemnidad de quienes habían logrado llegar a la cima cual
literal hazaña. Lo que siguió después era el olor a alcohol que alguien me
trajo en medio de un círculo de boquiabiertos que miraban con esas caras de “¿qué
pasó?” y otros aguantándose la risa.
De todo lo que al buen Canchita le habían dicho, nada se comparaba a haberlo
vomitado ante todos, pero como buen pata supo jugar con la situación y todo se volvió
una anécdota más en segundos. Veinticuatro años después, volví a encontrarme
con Canchita. Supe, entre otras cosas, que radica en Colombia, que está bien y que
es todo un papá emprendedor. Pero también, fue gracias a él que recordé esta
historia que casi quería (inconscientemente) olvidar. Canchita se acordaba hasta de lo que yo había
comido la noche anterior a aquella mañana. Entre muchas historias que
recordamos, le prometí inmortalizarlo, en clave de reparación, contando esta
historia, gracias a la cual, además, me reconcilié con la vergüenza de haber
sufrido de un absurdo soroche en el “pequeño” cerro San Cristóbal, al que hoy
cómodamente todos subimos, en combi o auto particular (y próximamente en teleférico), para continuar viendo a
Lima aun más gris desde arriba.
Pero esa no sería mi única historia vinculada a este cerro. Hay un par más que aún no tengo ganas de contar
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Pero esa no sería mi única historia vinculada a este cerro. Hay un par más que aún no tengo ganas de contar
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