«Si no comes toda tu comida voy a llamar al loco. Loooco, vennn… Loooco…» Todos hemos conocido esta atemorizante frase en la vida. Siempre me he preguntado: ¿y qué si mi madre iba y llamaba al famoso loco? Me imagino que el susodicho entraría en mi casa, saludaría a todos y de pronto me miraría y me diría: ¡Come, carajo! Como si en pleno susto mi apetito se activaría inmediatamente, más aún si era un loco pestilente y con el pelo pegoteado. No sé si aún las madres siguen usando esa misma amenaza para provocar el apetito de sus hijos, pero hoy me viene a la mente esa temor que guardamos en la vida los sanos contra los insanos, conviviendo en el mismo espacio y protagonizando cada uno su rol.
El loco que rescato del recuerdo más remoto es al que llamábamos Loco Fierro, que era algo así como el personaje mítico que vivía en el edificio de mi abuela. Cada vez que yo iba a pasar un fin de semana allí, era inevitable que todos los chibolos, como yo, hablaran de él: ¡Ahí viene el Loco Fierro, ahí viene el Loco Fierro!, decían, mientras corríamos a nuestras casas o nos quedábamos lo más lejos posible de su camino. Era un tipo alto, medio zambo, de mirada imperturbable, que sufría sus alteraciones mentales eventualmente. Por lo general, era callado, siempre pasaba con la canasta del mercado y vivía en el quinto piso, por lo que era inevitable que pasara siempre en frente de alguien. Le decían Fierro porque cada vez que salía a la calle tenía una vara de fierro en la mano y, cuando le venían sus ataques, se volvía agresivo con las personas sacando el fierro y agitándolo o golpeándolo contra el piso. De ahí el temor creado sobre él. El Loco Fierro murió cuando ya muchos de los entonces chibolos pasábamos los veintes.
Los locos calatos son de los más comunes, la expresión loco calato, incluso, significa en el acervo popular desastre, desorden y se usa para describir negativamente un suceso, una actitud o una persona. El Loco Huevo era de esos locos que te producían más risa que temor. Cada vez que aparecía en medio de la gente nuestras madres no sabían qué hacer. Huevo se aparecía con los genitales al viento y transitaba por los pasillos del mercado pidiendo propina a las sonrojadas amas de casa. Andaba completamente desnudo, sea cual fuere la estación del año. Era alto, delgado y sus cabellos ya estaban largos y pegosteados, cual dreads. Las reacciones eran cómicas: las madres nos tapaban los ojos, nos volteaban para no ver el espectáculo o le plantaban una mirada de indignación al pobre «calato insolente» que se paseaba bolas al aire. Su locura era la libertad y el despojo de todo. Retaba a los cuerdos con los huevos, y habría que tenerlos para ser todo un Loco Huevo.
Es común también que, ya de grandes, nos hayamos reído de un loco, hasta podríamos decir que es normal. Pero, lo que realmente te puede desestabilizar es que un loco se ría de ti. Es el caso el Loco Risas. Este demente tenía la capacidad de romper con el estereotipo del loco común. Se sentaba en la verma central de la avenida, en medio de los desperdicios de los que se alimentaba. Tenía el pelo más largo que el de Marley y se dedicaba a mirar a las personas y reírse de ellas, a veces señalándolas. Pocas veces vi al Loco Risas triste, serio o metido en sus pensamientos. Casi siempre que pasaba por su lado, el bendito loco me miraba, agudizaba la mirada fijamente y comenzaba a reír, mientras pronunciaba no sé qué palabras. A mis 16 años esa actitud me intimidaba, sentía como si este loco había logrado ver mi interior, por entre sus dreads, y sabía realmente de lo que se estaba burlando. Algunas veces, mientras conversábamos con los amigos del barrio, mencionábamos a este loco y muchos sentíamos lo mismo. Una vez, amaneció todo rapado, sin ese aspecto medusiano que lo enmarcaba. Entonces dejó de reír y solo miraba sin rumbo, comía algo y hablaba para sí. Fue extraño lo que le pasó. Cual Sansón que perdía su fuerza, el Loco Risas nunca más volvió a sonreír, pues un día desapareció de su lecho basural y se perdió en el recuerdo. Nadie sabe si se murió, o si se murió sin volver a reír. Quién sabe y siempre supo por qué se reía de cada uno de nosotros.
Dejo la última historia que recuerdo para el más atemorizante de todos, el loco que estúpidamente me asustaba más en las postrimerías de mi adolescencia: Paparulo. Era un negro de casi dos metros, caminaba siempre encorvado, como un orangután, con las manos largas que colgaban hacia atrás e inquieto. Su rostro era perturbado, la boca siempre abierta, con esa bemba babeante que se sacudía cuando giraba la cabeza de un lado a otro. Provisto solo de un pantalón viejo andaba siempre descalzo y arrastrando los pies. Paparulo nunca pasaba desapercibido cuando atravesaba las calles del barrio. Yo siempre le tuve un respeto a este loco y nunca supe por qué hasta temía cruzarme por su camino o separarme de mis amigos cuando él pasaba cerca. De día o de noche, Paparulo siempre pasaba por el barrio. Esa era su peculiaridad, pues de noche, cuando las sombras lo favorecían, aparecía arrastrándose y pidiendo plata, ocasionado el susto de las señoras de la cuadra. A mi mejor amigo de la infancia, siempre atento a mis temores, le encantaba decirme: «Ahí viene Paparulo», y se cagaba de la risa cuando yo me ponía rígido y no volteaba. Fiel a su costumbre, éste siempre se reía de mis miedos.
Hace tiempo que no veía locos en la calle y la última vez que vi uno me acordé de todos estos locos que han estado presente en la infancia. Creo que estos personajes nos veían del otro lado del espejo, sumidos en la insania y en ese mundo paralelo y oculto, detrás de la mirada perdida, inquieta y temerosa. ¿Cómo será ver el mundo desde la óptica de estos locos, a quienes nuestras madres usaban en nuestra contra para conminarnos a ser obedientes? Definitivamente, ¡qué loco!