La historia del tenedor está vinculada a las épocas en que mi hermana y yo nos quedábamos solos en casa. Ella realizaba las labores propias que las mamás encargaban a las chicas de 18 años hacer en su ausencia: limpiar la casa, cocinar y mantener todo en orden, por ser la mayor. Yo, por mi parte, tenía el encargo de no joderle el día y dedicarme a lo mío, mis pasatiempos, obligaciones y las actividades infaltables de aquello que llamaban «vacaciones útiles».
Pero, la historia del tenedor también está vinculada a mi experiencia con la crianza de mi perro: El Lobo, un pastor alemán bonachón y totalmente monse para su raza. En sus primeros meses, y antes de irse a vivir a su casita en la azotea, El Lobo vivía con nosotros. Obviamente, era una pesadilla cuando la casa tenía que limpiarse. Entonces lo subíamos a la azotea o lo encerrábamos en el balcón, mientras mis hermanas, con denodado esfuerzo, cumplían la cenicienta labor de dejar todo reluciente.
Mi hermana, la que me antecede, siempre ha sido de emociones y reacciones extremas. Es de aquellas hermanas a las que a uno adora provocarle un llanto recomendándole una típica película lacrimógena, pues te basta haberla visto llorar a moco tendido y exclamando: ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué? luego de ver Ghost,
Yo, en aquel verano, me encontraba practicando natación en una piscina olímpica, pues el verano anterior había aprendido a nadar tocando piso en una piscina semi olímpica, pero me faltaba mayor técnica y mis viejos querían que aprendiera más. Me acompañaba siempre mi amigo de la infancia: O, quien siempre ha sido como mi hermano burlón, mi agenda, mi diario, la personificación de mis recuerdos más remotos, olvidados (a propósito) y que siempre ha estado ahí para hacerme reír de mí mismo.
O sabía lo que para mí significaba ir a esa piscina. A diferencia de la piscina del año anterior, ésta era cerrada, fría, enorme y profunda. Mi amigo O sabía que me mariconeaba terriblemente para ir a esas clases donde nos hacían calentar al borde de la piscina, correr y luego sumergirnos como lagartijas en esa profundidad acuática en la que yo veía reflejados todos mis miedos de infancia y adolescencia. Y así era casi siempre que iba: llegaba a los vestidores, me enfundaba en la ropa de baño, mientras O me decía entusiasmado: «cada vez me gustan más estas clases». Luego nos uníamos a la fila para el calentamiento, nos metíamos al agua y yo: «Profesor ¿puedo ir al baño?», y entonces iba y me escondía en el baño, cubierto con la toalla para luego volver estratégicamente cinco minutos antes que acabara nuestra hora de entrenamiento. Era absurdo, pues para aquel entonces ya sabía nadar y desplazarme en el agua de una piscina, como también en el mar, pero era toda esa mezcla de frío, de inmensidad, de presión la que me acobardaba.
Sin embargo, y afortunadamente, eso cambió antes de la mitad de la temporada. Mi profesor nos había aconsejado ir un día particular en la semana (cuando le daban mantenimiento a la piscina) y practicar libremente. Entonces comencé a agarrarle el gusto a la práctica. Vencí el miedo y sentí una especie de poder sobre esos veinticinco metros de largo, los recorría hasta completar los anhelados quinientos metros yendo y viniendo a cada extremo y entonces salía sintiéndome un nadador presto al triunfo.
Aquel día, el día de la historia del tenedor, era el más esperado. Se clausuraba las clases de natación del verano con un torneo al cual había calificado para competir. El premio me interesaba: una temporada de clases gratuitas de invierno en una piscina temperada. Mi hermana había limpiado la casa con ese esmero y gusto de los que ya había hecho costumbre. El piso relucía, los muebles estaban ordenados y limpios, mientras la luz del sol se colaba por las ventanas produciendo un resplandor cómplice con los colores de la sala y el comedor; y entonces sonaba una música más calmada en el estéreo: un cassette con canciones, como Carrie, de Europe; Nothing gonna change my love for you, de Glen Medeiros; o la misma banda sonora de
Comíamos con gusto esa tarde escuchando el bendito cassette de baladas. Mi hermana sentada a la cabecera de la mesa y yo al lado. De pronto, El Lobo, mi perro tonto, apareció en la escena. El tarado cachorro tenía su recipiente en la cocina y, pese a que mi hermana le había dejado comida, quería sentirse parte de la mesa. Entonces vino hacia mí y me miró una y otra vez con esa cara canina triste y hambrienta, acompañada de esos gemidos de perro chibolo. Y terco no se movía por más que lo espantara. Mi hermana comía con la satisfacción de quien hace su tarea y espera su 20 de nota. Entonces, intentando calmar al Lobo baboso, en un desgraciado segundo, decidí aventarle algo al hocico. Era una rodaja jugosa de pepino saladito.
Los perros son astutos para comer algo que les lanzas, primero se lo das para que lo olfateen y, cuando ves que pasan su lengua por el hocico y lo abren, están listos para el lance o la mordida. Pero El Lobo, mi tonto can, me engañó. Saboreó el pepinito, abrió la boca y, cuando se lo lancé, lo dejó pasar, mientras lo miraba caer en el piso. La escena pasó en cámara entonces. Cuando sentí caer la rodaja en el reluciente piso un eco me estremeció por dentro, mientras mi hermana, masticando su delicioso almuerzo, giró y miró al piso. No le importó la torpeza del perro, el pepino arrochado estaba en su brillante mayólica. Montada en la ira más grande de hermana mayor, balbuceó una exclamación con la boca llena. El tenedor, el bendito tenedor que tenía en su mano izquierda se convirtió en mi guillotina. Todo ocurrió ahora tan rápido. En su rapto de cólera, mi impulsiva hermanita quiso golpearme con la mano izquierda que cogía el tenedor. Así fue que la fuerza del golpe hizo que el utensilio del mal incrustara su cabeza en mi brazo derecho. El golpe, seco, fulminante, dejó una hendidura. Ambos nos miramos. Miramos aquel hueco rosado en la piel y cómo, de pronto, se venía el torrente de sangre. Entonces se pasó el bolo de comida que llevaba en la boca y me cogió del brazo para llevarme al baño. Me colocó el brazo herido en el lavabo. El chorro de agua me enfriaba la herida punzante, tiñendo de un rosa maldito el blanco fondo del lavabo. Yo iba sintiendo el dolor e imaginaba mi torneo de natación perdido. Todo el miedo se me presentaba frontalmente. Mi hermana, desperada por la consecuencia de su reacción, me hacía torniquetes, me echaba aceptil, agua oxigenada y otros mejunjes hasta que paró el sangrado. Me vendó la herida y con cara de miedo me dijo: ¿y ahora qué le decimos a mi mamá? Su nota 20 en limpieza y en cocina se iban a convertir en el peor jalado de su vida.
Yo no quería participar del torneo con un parche blanco en el brazo. Y entonces pensé que podría ser un punto a favor, pues, si ganaba iba a ser doblemente meritorio y nadie sabría que la salvajada de mi querida hermanita me había hendido en la piel un recuerdo que aún ahora conservo como anécdota. Yo le insisto que ella, en su desesperación, giró el tenedor y lo clavó en mi brazo, mientras con rabia me recriminaba el solo hecho de haberle dado un trozo de pepino a mi estúpido perro. Ella me terquea que solo fue la cabeza del tenedor que se le escapó del puño cerrado con que me iba a corregir, cual madre superiora del convento. Aquella tarde me pedía disculpas y, para variar, lloraba más que yo, el agraviado, pidiéndome que igual participe en el torneo.
Pese al incidente, mi hermanita me acompañó al torneo, llegué con mi parche en el brazo y, ante la pregunta de todos, simplemente dije: es un amuleto. Nadé como había entrenado, sin sentir más dolor. Conseguí llegar en segundo puesto y pararme en el podio de los tres primeros lugares. No logré llegar primero y no sé si el tenedor fue el culpable, pero al menos me gané un segundo lugar y una cicatriz pequeña que muestro a mi hermana cada vez que puedo, dando paso al debate: ¿fue con la cabeza o con los dientes? Nos reímos de eso.
Sea como fuere, el tenedor cumplió la accidentada y paradójica función de darme valor ese día. Ahora bien ¿qué pasó con mi hermana y su nota 20 en labores caseras? ¿Ustedes qué creen?.