¿Qué es esto?

Un viaje a mis historias. Aquí hay tanto de mí como de todos los que se sientan parte. Hay de lo cotidiano a lo inusual. Hay solo historias que se cuentan con ganas.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Soroche en el San Cristóbal

Lima, el río Rímac y el Cerro San Cristóbal en foto de fines del S. XIX.
A Canchita

Para quien vive en Lima, ciudad costera que se extiende entre 50 y 100 metros sobre el nivel del mar, subir a sus cerros puede significar una actividad menos arriesgada hoy en día, donde muchísimas familias viven desafiando la altura y la actividad sísmica propia de la capital. Hay miradores instalados en diferentes puntos, desde donde se puede ver la nueva configuración de una ciudad que va creciendo sobre sus antiguos edificios, dibujando diferentes siluetas en el ocaso.

Quienes crecimos en la época más plana de la Lima moderna, nos conformábamos con ver cómo esos cerros grises, estériles, eran solo parte del paisaje capitalino. Treparlos y, con suerte, llegar a sus cumbres, era simplemente una actividad propia de exploradores o de tempranos aventureros. Sin embargo, cuando nos dimos cuenta, Lima ya vivía en ellos, producto de la explosión demográfica tras la migración a la ciudad en los años 50. Algunos de ellos, incluso, estaban totalmente cubiertos, desde sus faldas hasta sus cumbres, por casas de uno, dos, tres y hasta cinco pisos. Proeza frente a la necesidad de encontrar un espacio en medio de la marginalidad.

 Primeras viviendas al pie del cerro

Foto anónima

Salir a tu ventana y ver aquellos cerros llenos de multicolores viviendas, te hacía pensar en cómo se veía Lima desde arriba, desde esa precariedad, mucho más alto que cualquier edificio mal llamado rascacielos, con solo 20 o 30 pisos, ubicado en el Centro o en Miraflores y, particularmente, sumidos en esa pobreza emergente que te saltaba a la vista.

El Cerro San Cristóbal en el siglo XXI

Yo estudié en el centro histórico de Lima, en un colegio tradicional ligado a su etapa republicana. El llamado “glorioso y centenario” Colegio Lima San Carlos. Su mérito: ser el colegio particular más antiguo de la ciudad, fundado en 1872 por un grupo de educadores alemanes. Una tradición que se mantuvo hasta los años 70 y cuya administración, hacia los años 90, había entrado en franca decadencia, al punto de perder la preciosa casona que lo albergara por décadas. Al brillante director no se le ocurrió mejor idea que recurrir a sus imaginarios patrios y clavarnos 5 años de instrucción premilitar, en aras de recuperar la disciplina que antaño, bajo la ley de la palmeta, le había dado prestigio. Vestíamos corbata guinda y cristina con galones, nuestros cortes de cabello eran “pre militares” también.

Ya en manos de nuestros instructores tuvimos que soplarnos las benditas “marchas de campaña” en cada aniversario del colegio. Si no era hacia el Morro Solar, al pie del Océano Pacífico, era hacia el bendito Cerro San Cristóbal, a pocos minutos del centro histórico. Efectivamente, las marchas de campaña eran eso, marchas donde íbamos en filas cantando por las calles esos sonsonetes que glorifican la marcialidad, la virilidad, el patriotismo en el más claro derroche de testosterona: “todos los hombres tienen en el pecho la alegría/ y dos cuartas más abajo el cañón de artillería/ todas las mujeres tienen en el pecho dos limones/ y dos cuartas más abajo la cueva de los leones”.

Para aquel octubre de 1989, nos tocó ir al cerro San Cristóbal, ese inmenso promontorio y apu protector de Lima, con una cruz que coronaba su cima y que de noche se iluminaba. En sus faldas, el otrora primer barrio marginal de un cerro hacia los años 20, Santa Leticia, era un conglomerado de casas de todos los materiales que lo vestía en sus casi 360 grados. Llegar a su cima era el objetivo de nuestra primera marcha de campaña. Así que nos reunimos en el mítico Paseo de Aguas de La Perricholi, a los pies del cerro. La marcha comenzó cuesta arriba entre cánticos, vivas, la mirada extrañada de los pobladores. Yo me preguntaba si esa extrañeza era por nuestra presencia o porque simplemente no estábamos tomando el camino que normalmente tomaban los peregrinos que subían a la cruz de la cumbre.


Foto anónima

Integrábamos el grupo un promedio de 100 alumnos de secundaria y comandado por el auxiliar y el teniente del Ejército Peruano, a quien llamábamos “instructor”. No sé qué idea teníamos nosotros, los directivos del colegio o el mismo instructor pre militar. Pero el camino que habíamos tomado no era el correcto de ninguna forma. Literalmente estábamos trepando el cerro, más que realizando una “marcha de campaña”. Subir entre piedras impulsándote y tratando de aprovechar espacios en la pendiente no tan amigable del San Cristóbal no era nada seguro. Y todo por la terquedad de quienes nos dirigían. Hubiera sido mejor seguir subiendo por el camino que va bordeando el cerro y cantando los estúpidos sonsonetes que trepar con el riesgo de cualquier accidente, pues nadie iba detrás de nosotros, menos aun un personal médico o de primeros auxilios. Así era siempre. Lo que pasaría en la cima un rato después confirmaría esta descripción.


Con el sol de las 11 a.m. que disuelve esa neblina de Lima y se hace insoportable, el sudor chorreándose en esas caras renegridas de tierra, íbamos subiendo. Un grupo de alumnos de 1ero de secundaria entró en pánico por el vértigo  y algunos retrocedimos para avanzar con ellos y subirlos con el grupo. En verdad, aquella escena era tragicómica, pues mientras algunos reían y otros se la daban de grandes exploradores, no advertían las miradas de horror de quienes estaban detrás, al final, casi abandonados a su suerte aferrados a una piedra y mirando con pavor el espectáculo de los autos pasando como bichos en las pistas a cientos de metros abajo, formando parte del sonido de la ciudad un sábado por la mañana. No animaba tampoco saber que si querías escapar de esa locura tenías que atravesar uno de los barrios más peligrosos del Rímac, con sus recovecos y callejuelas sin dirección.

Foto anónima

Llegamos a la cima, una hora y media después del inicio del recorrido. 400 metros abajo, Lima nos mostraba su lado más feo: sus techos tan mudos, llenos de basura, abismo todo lado, una cruz de cemento llena de focos, velas y flores, una casa abandonada, tierra y polvo. De pronto comencé a sentirlo todo. La cabeza me zumbaba, escuchaba las voces del profesor de historia hablando sobre Lima, el cerro y la cruz. Hasta que rompí filas y me metí en aquella casucha a vomitar la vida entera. Vomité y vomité sin conseguir mejorarme de ese vértigo que me hacía explotar la cabeza de mareos y lo peor es que ni a mil metros de altura me encontraba. Ni si quiera los niños a quienes auxiliamos en la subida estaban peor que yo para entonces.


Vista desde la cumbre del cerro hacia San Juan de Lurigancho

Intenté salir y ponerme a la fila de nuevo cuando nos hicieron pasar por la casa abandonada. Yo escuchaba a la gente diciendo: “Mire, profe, han vomitado aquí”, y el profesor diciendo: “sí, debe haber sido algún borracho del pueblo joven que subió”. Trataba de contenerme, hasta que no aguanté más y vomité sobre mi compañero que me daba la espalda. Pablo Diaz era uno de los mejores amigos que te gustaría tener el colegio. Con amplia correa, nunca se molestaba con nadie y nadie lo molestaba en mala onda. Su cabello crespo le hizo ganar el mote de “Canchita”, con el que lo llamábamos de acá para allá. Esa mañana vomité sobre Canchita con la pena de quien le mete cabe a su propio hermano en una pichanga. Nunca supe de dónde salía tanto vómito ese día, pero su mochila, cuello y hasta zapatos quedaron bañados en el vómito del flacuchento al que inexplicablemente le dio vértigo en el Cerro San Cristóbal. Ese era yo, acabando con la solemnidad de quienes habían logrado llegar a la cima cual literal hazaña. Lo que siguió después era el olor a alcohol que alguien me trajo en medio de un círculo de boquiabiertos que miraban con esas caras de “¿qué pasó?” y otros aguantándose la risa.

De todo lo que al buen Canchita le habían dicho, nada se comparaba a haberlo vomitado ante todos, pero como buen pata supo jugar con la situación y todo se volvió una anécdota más en segundos. Veinticuatro años después, volví a encontrarme con Canchita. Supe, entre otras cosas, que radica en Colombia, que está bien y que es todo un papá emprendedor. Pero también, fue gracias a él que recordé esta historia que casi quería (inconscientemente) olvidar.  Canchita se acordaba hasta de lo que yo había comido la noche anterior a aquella mañana. Entre muchas historias que recordamos, le prometí inmortalizarlo, en clave de reparación, contando esta historia, gracias a la cual, además, me reconcilié con la vergüenza de haber sufrido de un absurdo soroche en el “pequeño” cerro San Cristóbal, al que hoy cómodamente todos subimos, en combi o auto particular (y próximamente en teleférico), para continuar viendo a Lima aun más gris desde arriba.

Pero esa no sería mi única historia vinculada a este cerro. Hay un par más que aún no tengo ganas de contar


 Subida por cable de 1912

sábado, 23 de febrero de 2013

Una travesía en el Amazonas



Bien podría ser el título de una de las más góticas películas charapas de todos los tiempos, pero se trata de una experiencia tan real como cualquier otra en torno al río más caudaloso del planeta: el respetable Amazonas.

Conocí Iquitos, la tierra de mi padre, en enero de 2004. Era mi primer viaje fuera de Lima en que viajaba solo. A mis 27 años quería conocer a la familia paterna y recorrer los lugares que mi padre siempre me contaba. Como comerciante maderero, el viejo había recorrido casi gran trecho de los más importantes ríos navegables de nuestra amazonía. Para mí, las historia de lanchas, chatas y puertos era un tema que captaba mi atención de mocoso. Alucinaba siempre a Don Jorge todo un capitán de barco adentrándose en paisajes exóticos con esos cielos multicolores del atardecer selvático que aparecían en los cuadros que adornaban mi casa.

Yo nací en Pucallpa, la ciudad de la tierra colorada, un 13 de abril de 1975. Volver a la selva para mí era algo instintivo y natural. Era como volver a mi hábitat, pese a que haya vivido casi todo el tiempo en Lima. Pero, aun creyéndome un hijo pródigo de la amazonía, la propia naturaleza se encargaría de decirme lo contrario.

Con el pecho hinchado llegué a Iquitos una noche de enero, luego de un viaje que casi pierdo por descoordinaciones de la compañía de aviación y que, gracias al escándalo que hicieron los pasajeros por el miedo a viajar de noche a la selva – por las turbulencias, ustedes saben- se hizo posible. De saque, la cuota de peligro atravesaba mi visita.

Los planes para los 10 días contemplaban conocer la mítica ciudad del caucho, comer de su rica gastronomía y navegar el Amazonas hasta llegar a la triple frontera con Colombia y Brasil. Todo estaba bien planificado. Tenía que complacer, eso sí, a toda la familia que quería tenerme algunas horas o días en sus casas. Una de ellas era la familia paterna de primos y tíos con los que había crecido en Lima, en Pueblo Libre y San Miguel. Primos que no veía en más de 10 años y con los que había afinado el oído escuchando new wave y esas bandazas de los 80’s. Reencontrarme con ellos era quizá lo más emotivo de este viaje.
Como era de esperar, volver a ver a mis tíos y primos fue tan especial que decidí quedarme en casa de ellos un par de días. Lo primero que se les ocurrió para mi visita fue irnos de paseo por el Amazonas a los pueblos de Mazan e Indiana. Los nombres me parecían tan propicios para la aventura que inmediatamente acepté la propuesta. Partimos del puerto muy temprano para navegar por 45 minutos por el río más caudaloso del mundo. Estábamos en un típico “peque-peque”, un bote de madera con motor y tablas para sentarse, sin techo ni luz artificial. Mis tíos lo habían rentado para que nos llevara y nos trajera de vuelta alrededor de las 5 de la tarde.

Pasaron unos minutos y el imponente Amazonas estaba bajo nosotros, amigable e inmenso (sentirse en medio de la selva y su majestuoso río era algo que no podía dejar de emocionarme la piel). Navegamos por más de 45 minutos a través de la floresta, escuchando el sonido del motor y de rato en rato introduciendo la mano en el agua para mojarme la cabeza y tocar el río.

Llegamos a Mazán, cuyo puerto, como la mayoría de puertos a lo largo de nuestro lado del Amazonas, es rústico, de palos y esencial. Luego de desembarcar los seis pasajeros, subimos a las mototaxis que nos llevarían al pueblo. El lugar era espectacular, una delgada vía de cemento en buen estado que atravesaba toda la selva y en cuyo camino se podía apreciar, cual safari, a los animales en plena libertad. Luego de 10 minutos, llegamos a Mazán, un pueblo sencillo, bastante elemental, dedicado a la agricultura e, inmediatamente contiguo, el pueblo de Indiana, a orillas del Amazonas, con un malecón natural de inmensos y milenarios árboles cuyos troncos podían medirse con una docena de personas entrelazadas alrededor.
Buscamos saciar el hambre en el mercadillo del pueblo y fuimos en búsqueda de una quebrada para refrescarnos. Grande fue la sorpresa al llegar al lugar, luego de caminar un largo trecho, y no encontrar nada, solo una quebrada seca y un triste puente que no tenía agua corriendo por debajo. En aquel momento nos la pasamos maldiciendo el calor, el clima y la estafa que la naturaleza nos hacía al mostrarnos una quebrada infértil, seca, sin un solo rastro de agua en el que pudiéramos refrescarnos. Nuestro paseo campestre familiar estaba perdido.

Mi abuela tenía razón cuando decía que nunca debías insultar a la naturaleza. Caminando desconsolados y de regreso al pueblo decidimos refrescarnos más bien en el bar de la esquina, y comenzamos con un par de cervezas San Juan que, gracias a la tecnología y la electricidad, estaban heladas. Así bebimos la primera caja cuando de pronto vi hacia el horizonte y recordé cuando de pequeño mamá gritaba “la ropa, recojan la ropa, va a llover”. Las cúmulo que se veían en el cielo estaban muy grises, casi plomas y un viento por ráfagas que  sacudía las palmeras anunciaba la llegada de la lluvia selvática.

Y así fue que llovió y llovió como si el cielo hubiese escuchado nuestras plegarias y volviese a llenar la quebrada aquella de agua. Típico de costeño que no conoce lluvia, salí a ducharme emocionado en esa rica precipitación hasta regresar al bar más feliz, pero tembloroso como pollo remojado, y seguir tomando la vida. Estuvimos con los primos y los tíos durante un par de horas más recordando muchas anécdotas en Lima, mientras la lluviecita que tanto me había emocionado no paraba. Comenzaba a preocuparnos la hora, pues a las 5 de la tarde teníamos que estar enrumbándonos de regreso a Iquitos. Contábamos la tercera caja de cervezas y el cielo seguía tan gris que no parecía abrirle esperanzas al sol de la tarde.

Llovió una hora más y las calles ya eran riachuelos. No había nadie fuera de sus casas y ni un solo medio de transporte atravesaba la ciudad. La lluvia paró, el pueblo estaba en silencio y solo se escuchaba el agua descorrer por el cemento. En medio de aquel pueblo convertido en fantasma y con ese cielo aún gris nos paramos en una esquina, borrachos algunos, a esperar una mototaxi que nos llevara. Y nada. Absolutamente ni una sola aparecía al fondo de la calle. Cuando, a lo lejos, en medio de ese silencio apocalíptico, se oyó el sonido de una moto. En instantes apareció un hombre conduciendo una moto (no mototaxi) y, a juzgar por la velocidad con la que venía, iba a pasar inevitablemente por nuestra esquina. Y así fue que pasó, nos vio remamados y remojados y nos preguntó a dónde íbamos. El buen hombre se ofreció a llevarnos de dos en dos hacia el puerto. Iba, volvía, iba, volvía y así. Mis primos pesaban tres veces más que yo y tuvieron que hacer un gran ajuste para caber en la parte trasera de la moto. Cuando llegamos nos juntamos en el puerto y fuimos tras la balsa, el pata que la manejaba estaba en franco ataque de rabia, renegaba por nuestra tardanza de una hora (eran ya las 6 p.m.), que había perdido dinero pues debió hacer otros viajes, y gritaba que el río estaba crecido y muy movido por la lluvia, y que si nos pasaba algo íbamos a ser los únicos responsables. Aún borrachos y con el agua chorreando, permanecimos en silencio, reprendidos y metiéndonos a la balsa. Una pareja de jóvenes  que se habían quedado sin transporte subieron con nosotros.
Partimos inmediatamente, con algo de luz aún. El muchacho que manejaba la balsa nos decía que era extremadamente peligroso navegar el Amazonas después de una lluvia como la que tuvimos, pues el río crece, se vuelve torrentoso y escarba árboles y troncos de las riveras, peor aun sí navegábamos contra la corriente, que era nuestro caso. El peligro no solo era topar la hélice del motor del bote con los troncos, sino ser chupados literalmente por los varios remolinos que se forman en el ancho río. Todo bien, pues teníamos aún luz y eso estaba a nuestro favor.

Cuando nos encontrábamos a mitad de camino, la chica que habíamos subido al bote gritó que había olvidado su DNI en el puerto y que tenía que volver urgentemente por él. Hubo un silencio, todos nos miramos y ella, con más susto que el nuestro, pedía desesperadamente volver. El muchacho que conducía ofuscando y refunfuñando que íbamos a morir giró el bote y nos llevó de retorno al puerto.

Nos tomó una media hora volver, recoger el bendito documento, y retomar el retorno a Iquitos. De pronto el cielo se nos manifestó en una maravillosa gama de colores, mientras el torrentoso Amazonas corría rabioso por debajo de nosotros. Ese espectáculo paradisiaco distraía nuestro miedo y nos brindaba el ocaso más hermoso, imponente y a la vez irónico frente al peligro. Saqué la cámara y comencé a tomar fotos del cielo, cuyos tonos rojo y naranja se iban convirtiendo en lila y morado. No acababa de asombrarme cuando el cielo se oscureció y la penumbra no dejaba ver el río. Desperté de mi estado ante el grito del muchacho que pedía que le indiquemos si había troncos a la derecha o a la izquierda.

Ante la imposibilidad del resto (pues aún estaban bajo los efectos del alcohol), el muchacho, que iba en la popa, pidió a todos recostarse en el bote para tener una mejor mirada del horizonte, me pidió ir a la proa y gritarle “tronco a la derecha” o “tronco a la izquierda”, según fuere el caso. De esta manera él podría esquivarlos. Me dijo además que gritara “remolino” si es que veía uno. Cómo explicar que en ese momento, ser un hijo de la selva y ser un hijo adoptivo de la ciudad me producía el mayor conflicto. Era como sentirme Mogli extraído de la selva y haber crecido en la ciudad todo el resto de su vida y, de pronto, volver a la naturaleza y sentir su fiereza, con ese panorama oscuro donde las sombras de las ondas del rabioso Amazonas me parecían troncos, ramas, remolinos. Mis únicos apagones habían sido los de la época de la violencia política en Lima y sobre el asfalto, jamás me imaginaba un gran apagón en medio de las turbulentas aguas del río más grande del mundo y después de una feroz lluvia. Ahí estaba yo, torpemente gritando “¡derecha! ¡no! ¡tronco a la derecha! ¡no, a la izquierda! ¡Puta, no veo! ¡Derecha, derecha!”. Así me la pasé un rato, mientras mi tío, que había despertado de su borrachera, estallaba en una risa inapropiada, sarcástica, borrachosa, diciendo “Cómo es posible que el hijo de un navegante del Amazonas no sepa dirigir un bote, jajaja…”. Me sentía inútil y aterrado en medio de esa pesadilla tan surreal en la que el propio Amazonas nos envolvía. Estábamos a su merced, nos creaba las imágenes que quería en su camino, mientras la selva cómplice dibujaba las siluetas monstruosas de los árboles en medio de la penumbra. Pensaba que la selva me estaba reclamando como su hijo y aquí no había historias de hijos pródigos que valgan. Me resistía a morir devorado por el río o por cualquier otro bicho que me saliera al paso.

Foto real

El muchacho del bote, en clara desesperación, me pidió que mejor me sentara junto al resto. Mi orientación acababa por desorientarlo y yo no podía hacer nada. Mi tío seguía riéndose. Fue así que los últimos 30 minutos se convirtieron en los más intensos del viaje, dependíamos del ojo de una sola persona en medio de la noche negra y convulsionada del Amazonas. El muchacho refunfuñaba, decía que eso era lo que él quería evitar, que éramos unos inconscientes y que debimos volver en plena lluvia al puerto y no esperar más. Yo veía cómo en el horizonte los rayos se cernían sobre la selva y solo quería que llegáramos al puerto de Nanay en Iquitos y volver a Lima cuanto antes.

De pronto divisé a lo lejos las luces de la ciudad de Iquitos. La lluvia se encontraba ahora allá. Nuestra mayor travesía estaba por culminar, pero aún faltaba lo más difícil: superar el encuentro de aguas del Nanay y el Itaya que forman el Amazonas. Si la lluvia aún estaba en Iquitos, ese encuentro estaba aun más revoloteado. Hubiera sido ya mucha ironía morir en frente a Iquitos cuando pudimos ser succionados por un remolino en el regreso.

Llegamos al puerto de Nanay casi a las 8 de la noche, desembarcamos dando gracias a la divinidad por tocar tierra de nuevo. No recuerdo el nombre del muchacho que nos condujo de regreso, habrá tenido unos 22 años más o menos. Me aproximé a él, le di un poco más de dinero y le estreché fuertemente la mano diciéndole “gracias ñañito”, a la manera tradicional selvática con que se expresa afecto.

Llegamos a casa, llamé a Lima para contarle a mis selváticos padres lo que había pasado. Se rieron de mí y en ese momento sentí que hasta la propia selva se había reído de mí, incluso el muchacho del bote. Pensé que todos habían preparado la mejor actuación de su vida, hasta la mismísima naturaleza. Vociferé que me regresaba a Lima, que no volvería jamás a pasear por el Amazonas. Mi tía me miró y me dijo “acá no acaba todo, hemos preparado una cena para ti”. Una mesa llena de los potajes más ricos de la selva se abría a mis ojos. Esa noche comí la vida. Nos reímos de lo que pasó y acabé con mis primos yendo a botar el susto en el Noa, la discoteca más imponente de la selva. El miedo se despejaba entre cumbias, toadas y la belleza de la gente de Iquitos.

En aquel viaje, el Amazonas me había enseñado a respetarle, pero también a amarle como nunca antes, más allá del miedo. La imagen de mi padre navegando y usando el río como su mayor transporte me alentaba a volver a subirme a una embarcación, esta vez rumbo al Brasil. Tema de otra historia.

viernes, 5 de febrero de 2010

De vuelta al barrio*


De todos los escenarios que recuerdo de la infancia y la adolescencia, ninguno ocupa mayor espacio que el barrio donde viví. Las imágenes que tengo siempre me remiten a mi casa en La Victoria, en cuya azotea, de mediana altura, me la pasaba contemplando todo lo que podía ver tanto de mi barrio mismo, como de la ciudad de Lima.

Dependiendo del clima, siempre conseguía ver los cuatro puntos referenciales que me daban la idea de esa Lima inmensa, donde para mí, La Victoria era el centro: los cerros de El Agustino, por el este; los cerros del Rímac, por el norte; el Morro Solar, por el sur; y el infinito litoral, por el oeste, que a veces se llenaba de nubes que, según la estación, formaban incontables figuras y colores al atardecer.

A ese mismo techo subía cada vez que, en la época del terrorismo de los ochentas, había apagón en la ciudad. Entonces iba a ver cómo quedaba todo a oscuras y cómo de pronto en los cerros se dibujaba con antorchas la temible hoz y el martillo. Y ahí me quedaba viendo todo, escuchando el murmullo de una ciudad a oscuras, con sonidos de sirenas a lo lejos, del barullo de carros y gente que en el barrio se gritaba o llamaba por silbidos.
Mi barrio era, al margen de todo, apacible. Y digo al margen de todo, pues estaba ubicado en medio de dos calles que, por mucho tiempo, se conocieron como las más peligrosas: Renovación y Huascarán. Yo vivía en la cuadra siete de Luna Pizarro, una calle ancha con veredas amplias y espacios para los árboles y jardines.

Ahora que lo pienso, mi cuadra resumía todo ese aspecto victoriano que caracterizaba al distrito: su tradición y popularidad. Teníamos un típico callejón de un solo caño a mitad de cuadra, compuesto de casas de quincha donde solíamos cazar arañas para hacerlas combatir después entre sí. Habían también cinco quintas, esa versión mejorada y remozada de lo que antiguamente había sido un callejón, solo que cada casa tenía un servicio independiente, había un suelo enlosado en el corredor y las plantas y flores siempre adornaban las puertas de donde, cada mediodía, emanaban los aromas propios de esos almuerzos caseros que las mamás preparaban. Había además las casonas de techos altos, aquellas reminiscencias de los inicios del distrito, a comienzos del 900, algunas de ellas de dos pisos de altura. Contrastando se encontraban las casas más contemporáneas de estilos diversos. Y no faltaba el típico corralón, como le llamábamos. Un espacio intrincado en donde vivían varias familias y que, a diferencia de los callejones, tenían callejuelas interiores donde se encontraban las habitaciones.

Los personajes de este barrio eran por demás disímiles y a la vez semejantes. Teníamos como vecinos a una familia de descendientes japoneses que vivían en un edificio casi hermético, no hablaban con nadie y cada vez que abrían la puerta del garaje aprovechábamos para tratar de ver qué había dentro. Y también estaban las abuelas de la cuadra, esas que lo habían visto todo, generación tras generación. Eran quienes se levantaban más temprano y se encargaban de dar los buenos días, mientras pasaba el lechero golpeando una botella con una vara, anunciando su llegada. Todas ellas de diferente carácter. Las bonachonas, las renegonas, las engreidoras y las que simplemente ya no hablaban. Pero había también de las chismosas, aquellas que vivían pegadas a la ventana o a la escoba y, so pretexto de mantener la vereda limpia, aprovechaban para escuchar y verlo todo.

Yo vivía en una casa de dos pisos, ubicada a mitad de cuadra, desde cuyo balcón se podía ver casi todo lo que aconteciera en el barrio: los carnavales de barro y agua, el panadero llegando al caer la tarde con su bocina en mano y su triciclo, suscitando tanto interés como quien trae buenas noticias. Los pequeños se arremolinaban mientras él atendía a quienes ya lo esperaban con las bolsas vacías. El olor a pan fresco, a budín y a rosquitas se le colaba a uno en las narices. Pero también divisaba, desde el balcón, los juegos que todas las noches convocaban a los chibolos del barrio.

Comencé mi vida de barrio tímidamente con la gente que vivía en la quinta de al lado de mi casa y posteriormente, gracias a mi vecino y amigo de infancia, a los demás muchachos y muchachas de la cuadra. Siempre me pareció que vivía en un barrio privilegiado. Todo quedaba cerca. El mercado, el colegio (yo estudiaba en el Centro de Lima), el trabajo de papá, el colegio de mis hermanas, la casa de mi abuela (también en La Victoria) y con ella las de todas mis tías. Si bien es cierto, nunca tuvimos un espacio propio para jugar, las pistas de Sebastián Barranca o Unanue nos servían perfectamente como escenarios abiertos, desde la pichanga, hasta las clásicas chapadas, pues no transitaban muchos autos por ahí y menos los fines de semana.

Para nosotros, el único parque al que podíamos ir era la Plaza Manco Cápac, donde solíamos ir a pasear con nuestros viejos, a jugar entre el pasto y los árboles, o a intentar llegar a la estatua del primer inca y ver si el mito urbano, que decía que aquella inmensa escultura (donada al Perú por la colonia japonesa al conmemorarse los 100 años de la independencia nacional) tomaría vida si la tocábamos, era verdad. Que yo recuerde nadie pudo llegar a tocar su base. Pero nos gustaba sentarnos en la pirámide que soportaba al gran inca, y corretear a su alrededor. En aquella plaza, antiguamente, existía un televisor, donde se transmitían los partidos de fútbol y otros programas por horas. Muchos cómicos ambulantes, por su parte, se presentaban a los pies de la estatua de Manco Cápac para hacer reír a los transeúntes. Fue en dicha plaza también que presencié la primera pelea callejera entre dos barrios, la gente de Bolívar contra la gente de la uno de Manco Cápac, el motivo: el amor de una mujer. En ese entonces nos subimos al monumento para tener una mejor visión de la bronca, pero al final nunca hubo pelea alguna, pues la policía llegó a tiempo y dispersó a todos. Esta gran plaza siempre fue el centro de todos los barrios y calles que la circundaban y conformaban el corazón de La Victoria. La gente de Iquitos, la de Canta, la de Humboldt, la de Bolívar, la de Huascarán, la de Renova, la de Saenz Peña, la de las cuadras uno, tres y cinco de Manco Cápac. Uno podía encontrarse con todo el mundo en las procesiones del Señor de los Milagros, cuando la plaza era toda una fiesta y todos confluían ahí para encontrarse, charlar y finalmente persignarse y rezar durante la «guardada» de la sagrada efigie en la Iglesia de Nuestra Señora de las Victorias. Alguna vez un famoso animador de televisión eligió esta plaza para, desde un helicóptero, arrojar dinero a las personas reunidas en ella, quienes recorrían toda la plaza buscando monedas y billetes que veían caer desde lo alto.

Por otro lado, cuando eres pequeño y vives en un barrio como el que me tocó vivir, aprendes a manejar tus miedos, pues te vuelves más atento y prevenido. Sin embargo, uno de mis mayores y permanentes temores era, sin duda, los locos que existían en la calle. Nunca supe si eran antiguos victorianos o en su tránsito insano habían recalado en La Victoria, lo cierto es que los había tan diversos y cada uno causaba un efecto diferente que ya eran parte del barrio mismo.

En la cuadra uno de Manco Cápac, en el edificio de mi abuela, había un loco al que llamaban el Loco Fierro, era alto, delgado, sus ropas oscuras llenas de mugre y grasa se confundían con su piel igual de manchada. Era un loco agresivo y siempre andaba con un fierro en la mano al que debía su nombre. Se sabía que en sus raptos de violencia atacaba a diestra y siniestra con aquella vara larga y pesada. Existía también el Loco Huevo, cuya insania se traducía en una desnudez total que mostraba sus genitales al aire libre. No es difícil imaginarse a las horrorizadas mamás tapándoles el ojo a sus hijas cuando el loco aparecía por las calles. La Loca Tilín, era la más rara, recolectaba las javas de frutas vacías y las cargaba, nadie sabe para qué ni por qué, pero así andaba y andaba por las calles. El Loco Risitas era el más cómico e intimidante de todos, se sentaba en la berma central de la avenida Manco Cápac, al pie de las palmeras, y, como si a uno lo conociera, miraba fijamente a los ojos para de pronto soltar una risa que más parecía una cruel burla, como si leyera los más profundos secretos o descubriera que eras tan o más loco que él. Cada uno de ellos desaparecía con la noche, tal vez refugiados en una esquina, un callejón o un basurero, y volvían a salir al día siguiente con el sol. De cualquier manera, formaron parte de una época específica hasta que una vez dejé de verlos, poco antes de despedirme definitivamente del barrio. Paradójicamente, fueron ellos mi último recuerdo de aquellas épocas.

Hoy he vuelto a La Victoria luego de 14 años, en los cuales acabé mi carrera y me fui a vivir al extranjero. He vuelto y lo primero que hice fue reencontrarme con mi mejor amigo de la infancia y pedirle que fuéramos juntos al barrio. Y así hemos ido hoy. He visto a mis viejos amigos de la adolescencia, con quienes pasamos miles de cosas que han quedado grabadas en el suelo, en las paredes, en nuestras retinas treintañeras y hemos vuelto a ser felices. Muchos de ellos ya se casaron y trabajan establemente. Otros, como yo, se mudaron y se fueron a vivir a otro lugar, pero volvían de cuando en cuando. De pronto, mientras los oía recordar cada anécdota miré hacia mi antigua casa, la veía más pequeña que entonces, miré el balcón del que solía mirar cada tarde y donde me sentaba a hacer las tareas, porque era como estar y no estar en casa, y me daba esa sensación de libertad que cuando eres adolescente quieres tener por sobre todo. Miré también esas veredas en donde solíamos jugar a Kiwi, Bata, Escondidas, Lingo y otros tantos emblemáticos juegos de una generación que no conocía mayor pasatiempo que el juego colectivo y la interacción con ese espacio materno al que llamábamos barrio. Ese espacio donde aprendimos a formar un grupo y donde, sin proponérnoslo, pusimos a cocinar nuestros temores, anhelos y penas en una preparación que, mágicamente, se sigue cocinando y de la cual nos servimos cada vez que invocamos ese pasado de barrio, tan vigente como esa eterna juventud que pude sentir hoy en la emotiva mirada de mis viejos amigos.

*Mención honrosa en el 2do Concurso Ten en cuento a La Victoria, julio de 2009.

sábado, 1 de agosto de 2009

Todos tus locos



«Si no comes toda tu comida voy a llamar al loco. Loooco, vennn… Loooco…» Todos hemos conocido esta atemorizante frase en la vida. Siempre me he preguntado: ¿y qué si mi madre iba y llamaba al famoso loco? Me imagino que el susodicho entraría en mi casa, saludaría a todos y de pronto me miraría y me diría: ¡Come, carajo! Como si en pleno susto mi apetito se activaría inmediatamente, más aún si era un loco pestilente y con el pelo pegoteado. No sé si aún las madres siguen usando esa misma amenaza para provocar el apetito de sus hijos, pero hoy me viene a la mente esa temor que guardamos en la vida los sanos contra los insanos, conviviendo en el mismo espacio y protagonizando cada uno su rol.

El loco que rescato del recuerdo más remoto es al que llamábamos Loco Fierro, que era algo así como el personaje mítico que vivía en el edificio de mi abuela. Cada vez que yo iba a pasar un fin de semana allí, era inevitable que todos los chibolos, como yo, hablaran de él: ¡Ahí viene el Loco Fierro, ahí viene el Loco Fierro!, decían, mientras corríamos a nuestras casas o nos quedábamos lo más lejos posible de su camino. Era un tipo alto, medio zambo, de mirada imperturbable, que sufría sus alteraciones mentales eventualmente. Por lo general, era callado, siempre pasaba con la canasta del mercado y vivía en el quinto piso, por lo que era inevitable que pasara siempre en frente de alguien. Le decían Fierro porque cada vez que salía a la calle tenía una vara de fierro en la mano y, cuando le venían sus ataques, se volvía agresivo con las personas sacando el fierro y agitándolo o golpeándolo contra el piso. De ahí el temor creado sobre él. El Loco Fierro murió cuando ya muchos de los entonces chibolos pasábamos los veintes.

La Loca Tilín era la loca más bizarra de todos. Era pequeña, encorvada, de cabellos largos y blancos. Vestía andrajos y andaba siempre descalza. Su peculiaridad era la recolección de cajas de cartón, cajas de madera –aquellas donde se coloca las frutas- que recolectaba de los mercados. Su rostro era siempre ensimismado en algún pensamiento indescifrable, quizá porque siempre actuaba como si estuviera cumpliendo una labor, como si tuviera que ir a algún lugar a depositar todo ese conglomerado de cajas y bolsas que cargaba. Ver a la Loca Tilín por las calles era ver todo ese montón de cosas balanceándose y andando sin rumbo de aquí para allá. Cuando se sentaba en la vereda, colocaba las cajas alrededor suyo, como si se atrincherara ante la sociedad de los sanos, de los que no estábamos locos, y desde ahí establecía su refugio, balbuceaba palabras perdidas que no decían nada y al final del día se sumergía en medio de algún desmonte de mercado.

Los locos calatos son de los más comunes, la expresión loco calato, incluso, significa en el acervo popular desastre, desorden y se usa para describir negativamente un suceso, una actitud o una persona. El Loco Huevo era de esos locos que te producían más risa que temor. Cada vez que aparecía en medio de la gente nuestras madres no sabían qué hacer. Huevo se aparecía con los genitales al viento y transitaba por los pasillos del mercado pidiendo propina a las sonrojadas amas de casa. Andaba completamente desnudo, sea cual fuere la estación del año. Era alto, delgado y sus cabellos ya estaban largos y pegosteados, cual dreads. Las reacciones eran cómicas: las madres nos tapaban los ojos, nos volteaban para no ver el espectáculo o le plantaban una mirada de indignación al pobre «calato insolente» que se paseaba bolas al aire. Su locura era la libertad y el despojo de todo. Retaba a los cuerdos con los huevos, y habría que tenerlos para ser todo un Loco Huevo.

Es común también que, ya de grandes, nos hayamos reído de un loco, hasta podríamos decir que es normal. Pero, lo que realmente te puede desestabilizar es que un loco se ría de ti. Es el caso el Loco Risas. Este demente tenía la capacidad de romper con el estereotipo del loco común. Se sentaba en la verma central de la avenida, en medio de los desperdicios de los que se alimentaba. Tenía el pelo más largo que el de Marley y se dedicaba a mirar a las personas y reírse de ellas, a veces señalándolas. Pocas veces vi al Loco Risas triste, serio o metido en sus pensamientos. Casi siempre que pasaba por su lado, el bendito loco me miraba, agudizaba la mirada fijamente y comenzaba a reír, mientras pronunciaba no sé qué palabras. A mis 16 años esa actitud me intimidaba, sentía como si este loco había logrado ver mi interior, por entre sus dreads, y sabía realmente de lo que se estaba burlando. Algunas veces, mientras conversábamos con los amigos del barrio, mencionábamos a este loco y muchos sentíamos lo mismo. Una vez, amaneció todo rapado, sin ese aspecto medusiano que lo enmarcaba. Entonces dejó de reír y solo miraba sin rumbo, comía algo y hablaba para sí. Fue extraño lo que le pasó. Cual Sansón que perdía su fuerza, el Loco Risas nunca más volvió a sonreír, pues un día desapareció de su lecho basural y se perdió en el recuerdo. Nadie sabe si se murió, o si se murió sin volver a reír. Quién sabe y siempre supo por qué se reía de cada uno de nosotros.

Dejo la última historia que recuerdo para el más atemorizante de todos, el loco que estúpidamente me asustaba más en las postrimerías de mi adolescencia: Paparulo. Era un negro de casi dos metros, caminaba siempre encorvado, como un orangután, con las manos largas que colgaban hacia atrás e inquieto. Su rostro era perturbado, la boca siempre abierta, con esa bemba babeante que se sacudía cuando giraba la cabeza de un lado a otro. Provisto solo de un pantalón viejo andaba siempre descalzo y arrastrando los pies. Paparulo nunca pasaba desapercibido cuando atravesaba las calles del barrio. Yo siempre le tuve un respeto a este loco y nunca supe por qué hasta temía cruzarme por su camino o separarme de mis amigos cuando él pasaba cerca. De día o de noche, Paparulo siempre pasaba por el barrio. Esa era su peculiaridad, pues de noche, cuando las sombras lo favorecían, aparecía arrastrándose y pidiendo plata, ocasionado el susto de las señoras de la cuadra. A mi mejor amigo de la infancia, siempre atento a mis temores, le encantaba decirme: «Ahí viene Paparulo», y se cagaba de la risa cuando yo me ponía rígido y no volteaba. Fiel a su costumbre, éste siempre se reía de mis miedos.

Hace tiempo que no veía locos en la calle y la última vez que vi uno me acordé de todos estos locos que han estado presente en la infancia. Creo que estos personajes nos veían del otro lado del espejo, sumidos en la insania y en ese mundo paralelo y oculto, detrás de la mirada perdida, inquieta y temerosa. ¿Cómo será ver el mundo desde la óptica de estos locos, a quienes nuestras madres usaban en nuestra contra para conminarnos a ser obedientes? Definitivamente, ¡qué loco!

martes, 5 de mayo de 2009

Carnavalescas


De todas las cosas que recuerdo de los carnavales en el barrio donde vivía se me viene a la mente algunas en particular. Y es que, junto con la patota del barrio, cada carnaval era impredecible. Lo único predecible era que esos domingos de febrero yo estaba confinado a quedarme en casa, o bien salir temprano en la mañana o bien regresar tarde en la noche. No me gustaba mucho jugar carnavales. Y no por temor a ser mojado. Sino por el temor de no saber con qué te iban a mojar, en dónde te iban a meter o con qué te iban a untar en la cara. Pero, a la vez, había una suerte de morbo por jugar con agua y lo que fuese. Todos sabíamos que por la noche, cuando las veredas aún mojadas y manchadas de pintura comenzaran a secarse, nos reuniríamos para comentar lo que había pasado, cómo habíamos jugado y quiénes habían sido el hazme reír del día.

Los carnavales eran particulares tanto en mi barrio, como en el edificio donde vivía mi abuela, donde la mancha mojaba no solo a la gente que jugaba con ellos, sino que, en el aburrimiento de estar situados en una zona donde no transitaba mucha gente, terminaban mojando a los locos calatos o al unísono de: ¡A las cholaaaaaaaaas! persiguiendo a las domésticas que, en su domingo libre, salían a pasear de taquito, faldita en tubo y blusita blanca con bobo. Era una persecución que tomaba su tiempo, pues ellas, al darse cuenta de su vulnerabilidad ante la mancha impía, se sacaban sus zapatos y corrían desesperadamente. Paro de contar, pues las pobres acababan en el suelo, sin taquito, con la falda tubo convertida en minifalda y la blusita blanca con estampados primaverales de pintura colores y betún. Una salvajada.

Pero, volviendo a mi barrio, algunas veces, a los chibolos, nos gustaba jugar a lo que llamábamos Fusilamiento. Se trataba de nada menos que un paredón al cual condenábamos a «la regida» a un miembro del grupo, mientras el resto aguardaba con sus baldes de agua en frente con los típicos globos rellenos de agua. El condenado o la condenada pasaba al frente, daba la espalda a la pared y miraba hacia el ejército de disparadores, quienes a la voz de tres lanzábamos los globos, el agua e incluso el balde mismo, mientras el condenado se convertía en víctima del cruel lanzamiento y todos reíamos. Era lo más inocente y, por así decirlo, monse, que jugábamos bajo la atenta mirada de nuestros padres desde las ventanas. Sin embargo, había transgresiones a la regla y nuestro intento de ser más primitivos afloraba inevitablemente.

En la cuadra, cada casa tenía en frente un jardín. Algunas otras no habían aprovechado este espacio y lo habían dejado como hueco. Cada febrero, éstos se convertían en los temidos pozos, donde una mezcla maligna de agua, barro, hojas secas, pintura y, hasta decían, meada de borracho, era el lugar donde confluían nuestros miedos adolescentes. Era una tradición, los grandes lo usaban y lo continuaban usando, pues era habitual que, en la tranquilidad de la tarde, se escucharan gritos y de pronto una procesión de cuerpos pintarrajeados sacara de una de las casas en hombros a alguna víctima, para dejarla caer en esa empozada de marranos, mientras celebraba con saltos la hazaña. Ese pozo era usado por todas las generaciones. Era una costumbre perversa con la que nosotros gozábamos también. Incluso mi hermana (aquella de la historia de El Tenedor) fue presa de uno de esos raptos por parte de la mancha del barrio y, lo que es peor, que en ese preciso instante pasaran en un auto unos reporteros gráficos de uno de los diarios más populares de los 80’s. Al día siguiente, la foto de mi hermanita cogida de sus extremidades, tipo Túpac Amaru, y a punto de ser lanzada a un pozo, era parte de la primera plana del diario con el titular «Carnaval en el barrio: así jugaron los limeños el último carnval».¡Qué roche!

Pocas veces pudieron meterme en ese pozo. Pero mala suerte fue cuando en un solo día lograron meterme tres veces. Y lo peor fue que las tres veces entraba a casa, me bañaba, me cambiaba, salía y ya tenía a la mancha viniendo a por mí. No los culpo, yo también era jodido con todos. Era su venganza.

Pero, sin duda, nuestro juego malévolo por excelencia era salir a la avenida y mojar a los microbuses, autos y demás motorizados. Era la felicidad mayor conseguir atinarle a una ventana abierta, introducir la mayor cantidad de globos y chorros de agua y mojar a los pasajeros. Con el tiempo, el juego se iba perfeccionando, nos escondíamos en las esquinas y alguien nos avisaba cuándo era el momento ideal para que, cuando el microbús parase a dejar y recoger pasajeros, nosotros apareciéramos por asalto y, aprovechando las puertas abiertas, nos regocijáramos en el más cruel y pendenciero acto de mojar a la gente sin importar nada más que la satisfacción de ver alejarse el micro y a la gente refunfuñando, mientras saltábamos en «hurras» celebrando. Luego volvíamos al barrio, cargábamos los baldes de agua y globos y caminábamos dos cuadras para volver a encontrar otro micro que mojar en el paradero. Y así la pasábamos toda la tarde. Una y otra vez, aquella manchita compuesta por 10 mocosos de 10, 12 y 14 años, entre hombres y mujeres, incluyendo mascotas de 8 años, iba y venia como una tropa de ataque, una pandilla de figuras y colores disímiles pero con la idea clara de divertirse a costa de una «mojadita perversa».

Recuerdo particularmente una de aquellas tardes en que aquel juego se tornó diferente. Aquella vez, a alguien se le ocurrió una idea siniestra: «Oigan, ya aburre el agua, vamos a echarle algo más». Y como si todos hubieran estado pensando en lo mismo, nos miramos unos a otros y dijimos sí. Otro añadió algo más siniestro aún: «Vamos al mercado, ahí hay algo más para recoger y le metemos, pe». La pintura era fácil de conseguir. Era solo cuestión de mojarse las manos y frotarlas en las paredes de las casonas de la avenida (cuya pintura sobre el yeso de sus paredes se deshacía al contacto con el agua), luego sumergir las manos en los baldes y el agua tomaba color. Entonces fuimos al mercado, recolectamos residuos de los verduleros y de los carniceros: todo aquello que se pueda imaginar, con el respectivo olor que una tripa, un tomate impensablemente usado, un huevo podrido, una verdura marchita podrían emanar. Y todo eso iba a los baldes. El arsenal estaba listo entonces, los baldes llenos y las tapas selladas para evitar ser descubiertos.

En los ochentas, los microbuses no eran tan diferentes a los de ahora, pero en ese entonces existían muchos más que los de ahora (pues hoy son menos en comparación a las combis y custers). Las conocidas enatrus eran las más modernas, las más fichas, para la época, y las más dignas para el viaje colectivo. Pero también eran las más difíciles de mojar, pues sus herméticas ventanas siempre estaban cerradas y contaban con ventilación en el techo que hacía dificultoso mojar por arriba a los pasajeros, además de unas puertas hidráulicamente manejadas que se cerraban rápidamente luego que el pasajero bajara. Eran grandes, espaciosas y cuando pasaban ante nuestros ojos las veíamos inalcanzables, impermeables y percibíamos a sus pasajeros felices y seguros. Todos querían viajar en enatru un domingo, porque iban rápido, no paraban en cualquier esquina y por ende, era fácil ver una siempre repleta de pasajeros.

Pero aquella tarde, el destino jugó a nuestro favor. Luego de mucho rato de estar sentados sobre nuestros baldes, y ya casi desanimados y frustrados por todo lo que significaba haber preparado ese arsenal macabro, una enatru apareció y paró en nuestra esquina, en nuestro territorio. Sus puertas traseras se abrieron para que bajasen unos cuantos pasajeros, mientras la puerta delantera se abría para dejar subir a otro grupo de personas, quienes demoraban un poco el avance del ómnibus, pues el chofer cobraba el pasaje a la entrada, lo que le demandaba tiempo en entregar el vuelto. Entonces nos miramos todos y el líder del grupo, a quien llamábamos Zambo, y era el mayor, lanzó un aguerrido y ensordecedor: ¡Yyyyaaaaaaa! que todos secundamos en coro, como en los episodios épicos de las series de televisión que veíamos entonces. Lo que sigue lo recuerdo pasar lentamente: la turba de 10 mocosos, incluyendo mascotita, cogiendo sus baldes, los pasajeros de la parte trasera dándose cuenta de su vulnerabilidad y gritando que cierren la puerta de atrás mientras se paraban de sus asientos y se arremolinaban hacia la parte de adelante empujándose entre sí con rostros de espanto (llevaban ropas dominicales, de esas que se usaban para ir a visitar a la familia y regresar por la noche), y entonces nosotros, corriendo hacia la puerta, los pasajeros que bajaban corrían de la escena y de pronto nuestros baldes lanzaban sus contenidos putrefactos junto a ese líquido que para entonces se había tornado de un color indescriptible y un aroma fétido. Las tripas de pollo volaban entre las cabezas de las personas, las cáscaras de huevo caían sobre los peinados ochenteros de las señoras y las verduras marchitas saltaban por los aires. De pronto la puerta se cerraba y, como si fuera un tren que escapaba del convoy de indios del lejano oeste, la enatru se marchaba raudamente, mientras baldes vacíos en alto saltábamos y vitoreábamos nuestra hazaña. Habíamos cumplido nuestro cometido y qué mejor que con una enatru.

No habíamos salido de nuestra celebración y orgullo, cuando una mujer adulta, de unos 45 años, más o menos, se nos acercó muy educadamente y visiblemente preocupada. – Jóvenes, ustedes han estado mojando a una enatru mientras mi hijo y yo bajábamos de ella. Nos miramos y nos dio miedo decir que sí. Entonces Zambo salió al frente y dijo: «sí, señora ¿Qué pasó?» Y la mujer: «es que mi hijito se me ha perdido en medio de la confusión y quería saber si lo habían visto». El rostro de Zambo denotaba cierto miedo y el de nosotros un susto mayor al que te produce el haber roto el adorno de tu sala jugando con la pelota. Una de las chicas del grupo intervino: «Pero, señora, nosotros no vimos a su hijito entre la gente, al único niño que vimos fue a este (y cogió a nuestra mascotita)». Y la mujer acentuaba más la pena en su rostro y decía: «Ay, es que ya me he paseado por las cuatro esquinas buscando a mi hijito y no lo veo, veníamos a visitar a sus abuelitos y no lo veo». Entonces, otra de las chicas del grupo preguntó sabiamente: «Señora ¿y qué edad tiene su hijito? Y ella respondió: 17 años». «¡Ayyyyyy, señora! ¡Nosotros pensábamos que era un niño de 8 años!» Cogimos nuestros baldes y nos dimos media vuelta, cuando vimos a una anciana que venía con un muchacho más alto que el más alto de nosotros. Era el susodicho que se había pasado de frente a casa de sus abuelos. Regresábamos a nuestras casas riéndonos de toda esa tarde, de la enatru que vencimos y del hijito perdido, cuando una turba de otro barrio nos agarró por asalto, nos embadurnaron en betún y pintura, y se robaron nuestros baldes. Volvimos al barrio desarmados y agotados. Por la noche, cuando los mayores salían a buscar presas con sus matacholas, nosotros nos sentamos al filo de la vereda y empezamos a comentar La hazaña de la enatru, que fue conocida por muchos carnavales más, pero que no volvimos a repetir, Dios sabe por qué.

Irónicamente, hoy recuerdo esto cuando detesto los carnavales y detesto que me mojen en los micros. Sé que algún día pagaré por haber formado parte de la historia asquerosa de aquella tarde. De hecho, ya de viejo, me ha venido a pasar cada cosa en carnavales que, claramente, podrían ser las cuotas que ando pagando. Pero eso ya es parte de otra historia por contar.

martes, 2 de diciembre de 2008

El Tenedor


La historia del tenedor está vinculada a las épocas en que mi hermana y yo nos quedábamos solos en casa. Ella realizaba las labores propias que las mamás encargaban a las chicas de 18 años hacer en su ausencia: limpiar la casa, cocinar y mantener todo en orden, por ser la mayor. Yo, por mi parte, tenía el encargo de no joderle el día y dedicarme a lo mío, mis pasatiempos, obligaciones y las actividades infaltables de aquello que llamaban «vacaciones útiles».


Pero, la historia del tenedor también está vinculada a mi experiencia con la crianza de mi perro: El Lobo, un pastor alemán bonachón y totalmente monse para su raza. En sus primeros meses, y antes de irse a vivir a su casita en la azotea, El Lobo vivía con nosotros. Obviamente, era una pesadilla cuando la casa tenía que limpiarse. Entonces lo subíamos a la azotea o lo encerrábamos en el balcón, mientras mis hermanas, con denodado esfuerzo, cumplían la cenicienta labor de dejar todo reluciente.


Mi hermana, la que me antecede, siempre ha sido de emociones y reacciones extremas. Es de aquellas hermanas a las que a uno adora provocarle un llanto recomendándole una típica película lacrimógena, pues te basta haberla visto llorar a moco tendido y exclamando: ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué? luego de ver Ghost, La Bamba o El valor de una promesa. Ella misma era, además, la víctima de la complicidad que yo tenía con mi otra hermana en una práctica por demás salvaje: corretearla por toda la casa y diezmarla a cosquillas, hasta verla orinarse en sus calzones ochenteros. Algunas veces, la pobre lograba huir disparada hacia el baño, donde se sentía a salvo, luego de llegar a duras penas al inodoro y trancar la puerta, mientras la escuchábamos aún carcajearse en medio del eco del baño.


Yo, en aquel verano, me encontraba practicando natación en una piscina olímpica, pues el verano anterior había aprendido a nadar tocando piso en una piscina semi olímpica, pero me faltaba mayor técnica y mis viejos querían que aprendiera más. Me acompañaba siempre mi amigo de la infancia: O, quien siempre ha sido como mi hermano burlón, mi agenda, mi diario, la personificación de mis recuerdos más remotos, olvidados (a propósito) y que siempre ha estado ahí para hacerme reír de mí mismo.


O sabía lo que para mí significaba ir a esa piscina. A diferencia de la piscina del año anterior, ésta era cerrada, fría, enorme y profunda. Mi amigo O sabía que me mariconeaba terriblemente para ir a esas clases donde nos hacían calentar al borde de la piscina, correr y luego sumergirnos como lagartijas en esa profundidad acuática en la que yo veía reflejados todos mis miedos de infancia y adolescencia. Y así era casi siempre que iba: llegaba a los vestidores, me enfundaba en la ropa de baño, mientras O me decía entusiasmado: «cada vez me gustan más estas clases». Luego nos uníamos a la fila para el calentamiento, nos metíamos al agua y yo: «Profesor ¿puedo ir al baño?», y entonces iba y me escondía en el baño, cubierto con la toalla para luego volver estratégicamente cinco minutos antes que acabara nuestra hora de entrenamiento. Era absurdo, pues para aquel entonces ya sabía nadar y desplazarme en el agua de una piscina, como también en el mar, pero era toda esa mezcla de frío, de inmensidad, de presión la que me acobardaba.


Sin embargo, y afortunadamente, eso cambió antes de la mitad de la temporada. Mi profesor nos había aconsejado ir un día particular en la semana (cuando le daban mantenimiento a la piscina) y practicar libremente. Entonces comencé a agarrarle el gusto a la práctica. Vencí el miedo y sentí una especie de poder sobre esos veinticinco metros de largo, los recorría hasta completar los anhelados quinientos metros yendo y viniendo a cada extremo y entonces salía sintiéndome un nadador presto al triunfo.


Aquel día, el día de la historia del tenedor, era el más esperado. Se clausuraba las clases de natación del verano con un torneo al cual había calificado para competir. El premio me interesaba: una temporada de clases gratuitas de invierno en una piscina temperada. Mi hermana había limpiado la casa con ese esmero y gusto de los que ya había hecho costumbre. El piso relucía, los muebles estaban ordenados y limpios, mientras la luz del sol se colaba por las ventanas produciendo un resplandor cómplice con los colores de la sala y el comedor; y entonces sonaba una música más calmada en el estéreo: un cassette con canciones, como Carrie, de Europe; Nothing gonna change my love for you, de Glen Medeiros; o la misma banda sonora de La Bamba.


Para la hora del almuerzo, con denodado esmero, ella había preparado su mejor plato. El estofado de carne que realmente le salía buenísimo. Y yo, hincha de las ensaladas (más que nada del limón con sal) había preparado una de pepinos para contribuir a la causa. Todo estaba listo, en un par de horas yo estaría nadando, estirando mis largos y flacos brazos e impulsándome metro a metro por llegar al borde, girar y continuar hasta llegar a la meta. Ya había entrenado una y otra vez y me sentía bastante confiado en ganar. Mi profesor decía que tenía buen braceo y mi tiempo era óptimo. No había más que decir, sentía que esa competencia era mía. El vapor que se elevaba desde los platos servidos, de pronto, me hacían recordar las antorchas de las olimpiadas y yo me veía en un podio con el brazo en alto.


Comíamos con gusto esa tarde escuchando el bendito cassette de baladas. Mi hermana sentada a la cabecera de la mesa y yo al lado. De pronto, El Lobo, mi perro tonto, apareció en la escena. El tarado cachorro tenía su recipiente en la cocina y, pese a que mi hermana le había dejado comida, quería sentirse parte de la mesa. Entonces vino hacia mí y me miró una y otra vez con esa cara canina triste y hambrienta, acompañada de esos gemidos de perro chibolo. Y terco no se movía por más que lo espantara. Mi hermana comía con la satisfacción de quien hace su tarea y espera su 20 de nota. Entonces, intentando calmar al Lobo baboso, en un desgraciado segundo, decidí aventarle algo al hocico. Era una rodaja jugosa de pepino saladito.


Los perros son astutos para comer algo que les lanzas, primero se lo das para que lo olfateen y, cuando ves que pasan su lengua por el hocico y lo abren, están listos para el lance o la mordida. Pero El Lobo, mi tonto can, me engañó. Saboreó el pepinito, abrió la boca y, cuando se lo lancé, lo dejó pasar, mientras lo miraba caer en el piso. La escena pasó en cámara entonces. Cuando sentí caer la rodaja en el reluciente piso un eco me estremeció por dentro, mientras mi hermana, masticando su delicioso almuerzo, giró y miró al piso. No le importó la torpeza del perro, el pepino arrochado estaba en su brillante mayólica. Montada en la ira más grande de hermana mayor, balbuceó una exclamación con la boca llena. El tenedor, el bendito tenedor que tenía en su mano izquierda se convirtió en mi guillotina. Todo ocurrió ahora tan rápido. En su rapto de cólera, mi impulsiva hermanita quiso golpearme con la mano izquierda que cogía el tenedor. Así fue que la fuerza del golpe hizo que el utensilio del mal incrustara su cabeza en mi brazo derecho. El golpe, seco, fulminante, dejó una hendidura. Ambos nos miramos. Miramos aquel hueco rosado en la piel y cómo, de pronto, se venía el torrente de sangre. Entonces se pasó el bolo de comida que llevaba en la boca y me cogió del brazo para llevarme al baño. Me colocó el brazo herido en el lavabo. El chorro de agua me enfriaba la herida punzante, tiñendo de un rosa maldito el blanco fondo del lavabo. Yo iba sintiendo el dolor e imaginaba mi torneo de natación perdido. Todo el miedo se me presentaba frontalmente. Mi hermana, desperada por la consecuencia de su reacción, me hacía torniquetes, me echaba aceptil, agua oxigenada y otros mejunjes hasta que paró el sangrado. Me vendó la herida y con cara de miedo me dijo: ¿y ahora qué le decimos a mi mamá? Su nota 20 en limpieza y en cocina se iban a convertir en el peor jalado de su vida.


Yo no quería participar del torneo con un parche blanco en el brazo. Y entonces pensé que podría ser un punto a favor, pues, si ganaba iba a ser doblemente meritorio y nadie sabría que la salvajada de mi querida hermanita me había hendido en la piel un recuerdo que aún ahora conservo como anécdota. Yo le insisto que ella, en su desesperación, giró el tenedor y lo clavó en mi brazo, mientras con rabia me recriminaba el solo hecho de haberle dado un trozo de pepino a mi estúpido perro. Ella me terquea que solo fue la cabeza del tenedor que se le escapó del puño cerrado con que me iba a corregir, cual madre superiora del convento. Aquella tarde me pedía disculpas y, para variar, lloraba más que yo, el agraviado, pidiéndome que igual participe en el torneo.


Pese al incidente, mi hermanita me acompañó al torneo, llegué con mi parche en el brazo y, ante la pregunta de todos, simplemente dije: es un amuleto. Nadé como había entrenado, sin sentir más dolor. Conseguí llegar en segundo puesto y pararme en el podio de los tres primeros lugares. No logré llegar primero y no sé si el tenedor fue el culpable, pero al menos me gané un segundo lugar y una cicatriz pequeña que muestro a mi hermana cada vez que puedo, dando paso al debate: ¿fue con la cabeza o con los dientes? Nos reímos de eso.


Sea como fuere, el tenedor cumplió la accidentada y paradójica función de darme valor ese día. Ahora bien ¿qué pasó con mi hermana y su nota 20 en labores caseras? ¿Ustedes qué creen?.


domingo, 2 de noviembre de 2008

Heroínas domésticas


Desde lo más remoto que pueda recordar siempre he tenido la imagen de una de ellas en aquel escenario granuloso –como en las series ochenteras- pero colorido de la infancia. Mi madre nos contaba que en aquellas épocas cada uno de sus hijos tuvo una dedicada íntegramente a sus cuidados; mientras ella, junto a mi padre, la sudaban duro y parejo para asegurar el futuro de sus cuatro hijos.

Ellas, las empleadas, han jugado un papel importante en la historia de cada uno. No solo por llegar a formar parte de la familia, sino por haberle dado un particular condimento al recuerdo de nuestras vidas, lo que hoy las ha convertido en una suerte de leyendas familiares, infaltables de narrar en cada reunión de hermanos, primos y tíos. Porque, a diferencia del común de las historias de empleadas, yo no tiré con alguna de ellas. Tan simple como decir que fue una historia diferente.

Por referencias fotográficas sé que la primera nana que me cargaba en brazos se llamaba Rosa, era responsable y una de las mejores de aquellos primigenios años. Se le veía mayor y su corte de cabello, y aquellas ropas setenteras, la hacían ver como si tuviera la edad de mi madre. Ella tenía el encargo de cuidar al pequeño vástago y concho de la familia. Y sé que lo hizo bien. Pero su historia es sencilla y sin mucho por contar. Tal vez dejó la casa porque se aburrió o alguien le calentó la cabeza y se la llevó.

Con el tiempo, otra Rosa acompañaría mi ingreso al jardín de la infancia. Esa Rosa, La Rosa, como la conocíamos, era todo un personaje. Era torpe como El Chavo, siempre que entraba a la cocina rompía o tiraba algo (Aun ahora, cada vez que a alguien se le cae algo en la cocina mi padre siempre grita: Rooosa!, recordando esas célebres torpezas). La naturaleza no había sido generosa con ella, pues no tenía un rostro agradable. Era achinada, gruesa, cabellos largos, usaba demasiado maquillaje y la cara siempre le brillaba, además de tener algo de cojera al andar. La Rosa llegó a mi casa proveniente de la selva, como casi todas las empleadas que recuerdo. Y era por esa bendita fama de mujer calentona que se hizo en el barrio, que logró conquistar al joven hojalatero que vivía camino a mi jardín de la infancia. La Rosa no dudaba en llevarme siempre al colegio y pasar por la hojalatería, lanzándole miraditas al nervioso hojalatero. Yo, con mi lonchera Basa color roja en una mano, iba cogido de sus toscas y gruesas manos, mientras ella meneaba aun más las inmensas caderas y mostraba sus abultadas piernas, cuya cojera disimulaba bien por espacio de una cuadra.

Mi madre nunca estuvo a gusto con ella, pero recuerdo que duró generoso tiempo con nosotros. Era medio mitómana la pobre. Como casi todas las domésticas, quedaba prendida de las telenovelas, al punto que una vez se mimetizó con un personaje interpretado por la venezolana Caridad Canelón, y usaba una cinta en la cabeza, cuyo llamativo lazo caía a un lado de su rostro, sujetando sus largos, lacios y negros cabellos. Y así salía a la calle. Y así me llevaba al colegio, siempre cogido de esa mano callosa que yo odiaba.

La Rosa nos dejó un día en que, cual cuento del papá que se va a comprar el pan y no vuelve más, salió en su día libre y regresó luego de dos o tres semanas para decir que ya no volvía más. Era obvio que alguien había motivado eso. Y, en parte, nos hacía un gran favor. No era la primera vez que se daba esas escapadas. Acostumbraba ir a los conciertos de música chicha en la carpa Grau o en el Paseo Colón y regresaba magullada y con arañones. Las malas lenguas de mis hermanas decían que se emborrachaba y las mujeres de sus galanes la golpeaban en las grescas que se armaban en esos lugares. En todo ese tiempo, La Rosa había cambiado su forma de hablar, la cojera ya se había convertido en un contorneo sensualón y en el colmo de su mitomanía decía que estaba dedicándose a la chicha nada menos que como cantante, y que un grupo llamado Guinda la había invitado a ser su vocalista principal. Bueno, lo cierto de todo era el color guinda que traía en brazos y piernas, producto de los golpes y no de forcejeos de un fan, pues la verdad cantaba horrible.

Como en toda familia, la mancha de primos siempre aprovechábamos cuanta reunión o motivo hubiera para juntarnos y hacer de las nuestras. El punto de encuentro siempre era el edificio donde vivía mi abuela, porque además era el edificio donde vivían mis tías. Y las empleadas de todas ellas eran toda una historia aparte. Ellas nos llevaban al cine, a pasear al parque o ir al circo.

La Manuela, la mítica Manuela -de mañoso nombre- era la figura emblemática. Era prominente y le hacía gran honor a la tercera y cuarta sílabas del nombre de su ciudad de origen: Tarapoto. Era rolliza y fortachona. Y era tanto el respeto que todos le teníamos, que cuando nos quedábamos en casa de mi abuela solos ella era la ley. Ese mismo temor a La Manuela había hecho que fuéramos capaces de llevar su nombre a la pantalla grande y apodar de La Manuela al archirival de Bruce Lee, en las famosas películas tan de moda en ese entonces, pues se le parecía mucho en rostro: -mira, ahí está La Manuela, dijo mi primo una vez y desde ahí quedó la chapa.

La Manuela nunca dio escándalos, su comportamiento era casi intachable. Solo un valiente la pretendía y ella no soltaba prenda con facilidad. La Manuela, se convirtió en una suerte de mito para la muchachada del edificio, pues una vez, cuando un muchacho (por salvar a su gato) cayó del quinto piso, por el tragaluz, decían que ella pasaba por ahí en ese preciso instante y, pese a que estiró sus robustos brazos para salvarlo, él se pasó de frente. Con la milagrosa herencia del gato, el muchacho sobrevivió a la caída. La Manuela se convirtió entonces en la única testigo de la famosa historia.

De las otras empleadas de mis tías recuerdo a chicas que, fieles al matriarcado familiar, asumieron la batuta en la casa y, cuando mis tías no estaban, eran peor que ellas mismas en cuanto a autoridad se refiere. Mis primos estaban bajo control constante y las respetaban. Ahí estaban La Tania, excelente jugadora de voley que terminó casándose con el vecino de mi tía; La Gladys, la «señora ley» a la que mis primos le temblaban porque sabía dónde mi tía escondía el famoso «san martín»; La Mirna, que era la más coquetona, con sus jeans pegados y tacos aguja (era la única que recuerdo los usaba incluso, canasta mano, cuando iba al mercado); La Blanca, que además era la mejor amiga de mis primas, era la más tranquilita de todas y cuando explotaba en risa contagiaba a todo el mundo con su peculiar carcajada. Todas ellas, aparecían en cuanta reunión familiar había y recuerdo que hasta las sacaban a bailar con la venia de mis tías.
En la adolescencia y parte de la juventud recuerdo que tuvimos a las mejores empleadas en casa. A diferencia de mis tías, mi madre no nos encargaba al cuidado de ellas, pues venían a ser como unas hijas más en la familia. La Perica, como mi madre había bautizado a Enith, era una de ellas. Chica menuda, dócil, sencilla y respetuosa se había ganado el apodo de Perica, porque se encariñaba con los pericos y loros que teníamos en casa. Pero, sin duda, la más querida de todos fue La Silvia, o La Chivy, como le decíamos. Ella, prima de La Blanca, era la más pata de todos. Una chica muy risueña y bastante hacendosa, aprovechó al máximo todas las oportunidades que tuvo para crecer. Nunca dio un problema y siempre estaba dispuesta a ayudarnos en lo que fuera posible. Era mi pata, La Chivy. Cuando nos mudamos ella estuvo ahí. Cuando nacieron mis sobrinas, ella también estuvo. Realmente fue testigo de los sucesos más importantes en los últimos años. Paralelamente a su trabajo, aprovechó para estudiar corte y confección de prendas de vestir. Todos la queríamos mucho. Pero, por cuestiones familiares tuvo que volver a su tierra, Chazuta, cerca a Tarapoto. Es tanto el afecto que le guardamos que una de mis hermanas, en su viaje de vacaciones por Tarapoto, fue hasta su pueblo y la buscó, junto a mi quinceañera sobrina, a quien ella conoció recién nacida y a la que cambió más de un pañal o adormeció en sus brazos tantas veces. La Chivy tenía ya dos hijos y no le iba bien económicamente, pero el marido no la había abandonado, como suele ocurrir.

Por casa pasaron algunas otras que no duraron ni una semana o simplemente no se adaptaron. Otras eran ocasionales, como la lavandera que visitaba todas las casas de la familia y cargaba siempre con su niña. La mujer era una señora blancona de cabellos castaños, tenía un lunar en la nariz y un detalle que todos odiábamos. Un detalle que me quitaba el apetito cuando nos sentábamos a almorzar: no conocía el desodorante o, en todo caso, la abandonaba rápidamente. Lo peor de todo es que a veces nos cocinaba y ahí sí que era terrible. La imaginación retorcida de mi hermana decía que la bendita señora usaba un ingrediente secreto para sus comidas. Un ingrediente cuya extracción consistía en coger un tenedor, pasárselo raspando por la axila peluda y sacudir el sudor en la olla del guiso. Esa nauseabunda historia me la recordaba con la mirada mientras comíamos de su sazón, en silencio temeroso, en la mesa.

Hace poco estuvimos recordando con los primos a todas las heroínas domésticas que pasaron por nuestra infancia y juventud. Muchas, incluso, volvieron a casa de visita para agradecer por todos esos años compartidos, pues nunca hubo un mal trato hacia ellas. Nunca vistieron uniforme, nunca comieron en la cocina y nunca se las despreció por su condición. Nosotros, los chibolos de entonces, éramos quienes las desesperábamos. Esa era la peor parte del juego que ellas se llevaban; pero había un simpático afecto por ellas y, sobre todo, respeto. Por ello, creo que más que empleadas domésticas, esas mujeres fueron nuestras heroínas, nuestras cómplices y nuestras amigas. No dudo que, donde quiera que ellas estén, siempre nos recordarán con una sonrisa y sus hijos sabrán de nosotros por las historias que sus madres les cuenten. Ahora bien, ¿será que las historias por ellas contadas guardan secretos que nosotros nunca supimos? Habrá que preguntárselo al tiempo.